Sunday, April 09, 2006

EL CABALLITO DE CRISTAL

El hombre enciende el cigarro, se lo lleva a la boca, le da una chupada con devoción y lo deposita con sumo cuidado en el borde de la mesa. Tiene las manos curtidas por los largos años de trabajo, la cara iluminada por la llama del horno, y la piel llena de las arrugas que otorgan la experiencia y la rutina.

Toma una vara hueca de acero y la mete en el horno, donde flota una mezcla resplandeciente. Extrae del nido inflamado una amalgama viscosa pegada a la punta. Le va dando vueltas para que la masa incandescente no se caiga, mientras chupa nuevamente el cigarro con la otra mano. Sopla el tubo con destreza y aparece una burbuja redonda dentro del vidrio que él va alargando con una pinza y le da forma hasta convertirlo en lo que sería un frasco de perfume. Dos pellizcos más a la masa y nacen las asas. Un corte de tenazas y la botella ya está en pie. El cigarro aún no está consumido y sigue enviando al espacio su estela de humo.

El fumador aspira otra bocanada y vuelve a sacar otra muestra; aunque esta vez no sopla el vidrio. Primero acerca la bola incandescente a una bandeja donde está esparcido un polvo blanco, que enseguida se adhiere al cristal líquido. Entonces mete la amalgama breves momentos en el horno y cuando la saca, la masa deforme contiene vetas blancas. Regresa al cigarro, su eterno compañero, y con él en la boca aprieta la punta de la mezcla viscosa con una tenaza ligera. En unos segundos surge algo parecido a la cabeza de un caballo a golpe de hábiles toques de pinza. Unos pliegues, y aparece la cresta, luego otro pellizco y sale una pata, otra, una tercera y la cuarta. Un tirón de la barra del vidrio, ligeros cortes y ya está lista una seductora cola de hilachas blancas. Toda la operación ha durado apenas unos segundos. El acto ocurre tan rápido que no puedo darle crédito a mis ojos. Los dedos arrugados son más ágiles que mi vista y no logro fijar cómo el artesano pudo hacer esas complicadas maniobras con el cristal ardiente. Para algunos, el hombre del cigarro en la boca es un viejo forjador, para otros, un gran maestro vidriero, para mí es sencillamente un mago, un virtuoso prestidigitador del cristal. El caballito de cristal, aún tibio, descansa sobre la mesa y me parece que el recién nacido me hace un guiño de burla ante mi torpeza de visitante novato. En lo que nuestra improvisada acompañante termina su explicación sobre el nuevo objeto, el hombre lo traslada sin formalidades a una caja con sus compañeros, otros animales moldeados ese mismo día. Todavía incrédulo observo al corcel en su nueva morada, mientras el artífice le da una última chupada a su cigarro, lo apaga y deja la colilla en un cenicero.

Estamos en uno de los talleres donde se fabrica el mundialmente conocido cristal de Murano. La isla que le da el nombre al conocido producto en realidad está formada por siete islotes, comunicados entre sí por canales y puentes, y se encuentra en la Laguna de Venecia a escasos dos kilómetros de una de las ciudades mas románticas del planeta. En la Edad Media, cuando muchas de las casas de Venecia aún eran de madera, los maestros vidrieros fueron concentrados en Murano para evitar incendios en la ciudad. Así surgió una larga tradición en la industria del cristal que sigue viva en nuestros días. Pese a todos los adelantos del mundo moderno, aquí las cosas tienen su ritmo propio y los relojes se mueven en otra dimensión. Al igual que hace seis siglos, los secretos del oficio se transmiten de padres a hijos, que cada familia guarda con celo y los aplica en su propia producción.

Entre todos, los artistas de Murano le siguen haciendo la competencia a su más enconado rival que varias veces estuvo a punto de ganarles la partida: el archiconocido cristal de Bohemia. Quizás sea esta controversia centenaria la que sigue avivando la llama de los hornos donde a diario ven la luz nuevas obras de arte. Plenos de orgullo y concientes de su legado, los artesanos enfrentan un trabajo duro y muy dañino para la salud. Durante el proceso de soplado, los vidrieros inhalan gases venenosos que emanan de los minerales empleados para hacer las mezclas que se llevan al horno. Por eso esta labor es realizada solamente por hombres, que se retiran luego de unos 25 años de trabajo. A las mujeres les está vedado el oficio, pues les puede invalidar el embarazo.

Abandonamos el mundo del cristal de Murano y ponemos proa a Venecia, la isla dueña de los océanos durante siglos, la que acopió en sus muros todos los tesoros del mundo conocido hasta entonces y creó tantas obras de arte que siguen deslumbrando a los viajeros modernos. Desde la época de Marco Polo (quizás el trotamundos más famoso de todos los tiempos, quien trajo la pólvora, las pastas y la seda a Italia), esta Atlantis medieval no ha perdido ni un ápice de su fascinación.

Es mucho lo que se ha escrito y se seguirá escribiendo sobre la Reina del

Adriático, pero las letras no pueden abarcar todo el abanico de sensaciones que despierta en cada visitante esta versión medieval de la Atlántida. Ha habido y habrá muchas Venecias. Para cada visitante ese encaje de canales, góndolas, palacios, puentes y cúpulas guarda una cara que se va intercambiando como las tradicionales mascaras del carnaval. A veces es la población gris de los días de invierno, otras, el alegre bullicio del carnaval de Tratorias repletas y tumultos jubilosos; luego, la quietud triste del Aqua Alta con la Plaza de San Marcos y los cimientos de los palacios robados por las olas, y notros días, la brillantez de aguas azules salpicadas por el sol de primavera que pudimos disfrutar durante nuestra visita. Cada viajero se lleva a casa su mochila con los recuerdos de lo que pudo conocer, experimentar y descubrir.

Regresamos al otro día y nuestro barco recorre los cuatro kilómetros del Canal Grande, la arteria principal de la ciudad. Cruzamos bajo el mundialmente célebre Puente de Rialto y seguimos en dirección al Piazzale Roma. Detrás queda la Plaza de San Marcos y la estatua del león alado mirando al horizonte desde lo alto de su columna, los bajorrelieves del Palacio Ducal, los atardeceres escarlatas sobre las cúpulas de bellas iglesias y la increíble Basílica de San Marcos, con sus bóvedas enchapadas en oro. Decimos adiós a la Torre de la Campanile, desde donde se divisa el panorama de la villa y el lujoso café Florian, en el cual todo es bello menos la cuenta, pues allí un tomar un café cuesta lo mismo que una cena en un restaurante normal.

Desembarcamos al final del Canal Grande y el reflejo de las aguas hiere mis ojos. El astro rey lanza sus rayos primaverales sobre toda Venecia y entre las chispas de sol, que resbalan por la superficie del líquido, creo ver jugueteando a un travieso caballito de cristal.

Marzo 2006

Tuesday, May 24, 2005


Table Montain Posted by Hello

Friday, March 25, 2005

OPERACIÓN CAPUCHINO

—¿Desea tomar un café?

La pregunta hecha en cualquier parte del planeta es muy fácil de responder. Basta decir “Sí” o “No” y ya todo el mundo sabe que a una respuesta positiva le seguirá una taza llena de un humeante líquido negro que media Europa disfruta por la mañana en su desayuno, mientras la otra mitad lo degusta por la tarde en su pausa vespertina.
De esta regla quedan excluidos los ingleses, of course!, para los cuales no hay nada comparable con el té desde la época en que la India y Ceilán pertenecían al otrora glorioso Imperio Británico.
Sin embargo en Italia, aunque geográfica y culturalmente forma parte indiscutible de Europa, no se puede pedir simplemente una taza de café, pues a esa frase le seguirá con toda seguridad una pregunta muy justificada:
—¿Qué tipo café quiere?

Y es que en el País de la Bota no es posible tomarlo así de simple, sin detalles ni variaciones. Allí no se conoce sin apellidos ni apodos. El café sin más ni más sencillamente no existe. Desde el restaurante más elegante hasta la cafetería más popular, en los hoteles, las casas y en las fábricas habita toda una enciclopedia de variedades y formas de preparar el consabido brebaje, que a veces deja sin aliento hasta los más exigentes paladares, incapaces de orientarse entre esa jungla de diversidades.

En la oficina en Italia donde suelo trabajar de vez en cuando diseñando un nuevo modelo de automóvil descapotable que saldrá al mercado el próximo año, también se rigen por esa máxima de las variedades para consumir cafeína. El dispensador automático del edificio ofrece una paleta de nada menos que 18 combinaciones: café con leche, leche con café, expreso, aguado, concentrado, con crema, capuchino, frío, caliente, con azúcar y sin ella, con cacao, con licor, con todo o con nada… La lista es cualquier cosa, menos aburrida, amén de ser un gran reto a la creación ingenieril de los diseñadores de un aparato capaz de cubrir esa extensa gama de infusiones con solo apretar un botón.

En esos parajes el café va mucho mas allá de ser una bebida. Al decir de un colega español que vive en Torino desde hace varios años, “El café es la religión de Italia”… y creo que tiene razón. No porque los italianos sean menos cristianos que sus vecinos europeos, todo lo contrario, se sienten muy orgullosos de tener al Papa en Roma y al Vaticano dentro de su península; sin embargo para ellos el acto de tomar café es algo que va mucho más allá de lo humano y lo divino. Es parte intrínseca e indivisible de la vida diaria, un gesto tan vital como el respirar o el circular de la sangre.

No importa cuán intensa sea la jornada laboral o cuán apremiantes resulten los temas por debatir. En el momento en que la palabra mágica “café” cruza la habitación, cesan las trasmisiones. La acalorada discusión sobre cualquier aspecto del proyecto se transforma en reposo y calma. Entonces todos sin excepción hacen un alto para degustar la misteriosa bebida que tiene el poder sobrenatural de cambiar el tema de las conversaciones, pues existen dos reglas tan invisibles como inviolables dentro mis colegas italianos.

La primera de ellas: La pausa è sacra. Aunque halla mucho trabajo, la pausa es sagrada y siempre debe hacerse un tiempo para degustar el café.

La segunda de estas leyes secretas es Nella pausa non si parla di lavoro. En la pausa se habla de la familia, del deporte, del estado del tiempo, de las vacaciones o de las naves espaciales, pero NUNCA de trabajo, que es un tema tabú mientras se tenga una taza humeante en la mano. Mi jefe, alemán de pura cepa, al principio miraba desconcertado esa práctica insólita para él, pero luego, bajo el peso de la mayoría democrática de la audiencia, no le quedó más remedio que ceder a la costumbre y participar en lo que llegamos a bautizar como “Operación Capuchino”.

Precisamente en una de esas pausas “sagradas” y durante una de esas conversaciones “religiosas” es cuando escuché una interesente explicación relacionada con una de las fiestas del cristianismo: Las Pascuas. Siempre me preguntaba qué sentido pudieran tener los huevos de colores que, junto con los conejos, son el símbolo de esta fiesta cristiana en muchos países de Europa. La razón, sin embargo, es muy terrenal y tiene un origen práctico.

Hace muchos siglos, cuando el café en Italia aún no tenía el estatus de religión, y las fiestas cristianas eran observadas con mucho más rigor que en la actualidad, estaba prohibido comer huevos en los tiempos de cuaresma, que preceden a la Resurrección de Cristo el Sábado de Gloria. Como en aquella época no se conocían todavía las bondades de la refrigeración, se recurrió al sencillo método de hervir las posturas de gallinas para que no se echaran a perder y poderlas consumir posteriormente. Para diferenciar los huevos ya hervidos de los crudos se añadían raíces que le dieran distintas tonalidades al agua de la hervidura. ¿El resultado? Los huevos de colores que inundan los anuncios de las Pascuas en el mundo contemporáneo.

En la próxima “Operación Capuchino” las pláticas rondaron sobre las formas de preparación del café en los distintos países, un tema que prendió como pólvora en un equipo tan multinacional como el nuestro, y es que existen tantas maneras de hacer la bebida como pueblos y tradiciones.

Los turcos y el mundo oriental preparan una versión llama Mokka, utilizando pequeñas jarrillas donde se mezclan el grano molido con el agua y se ponen a hervir al fuego o incluso usando arena caliente. En Alemania, donde reina otro universo culinario, ha triunfado el polvo triturado que se cuela en cafeteras especiales con filtros de papel fabricados al efecto. En Rusia el aromático grano se ha visto relegado a un segundo plano por el té de Georgia y el la India desde hace varios siglos, aunque aún se consume en forma de un líquido turbio y aguado. En Cuba, el país donde “todos los negros tomamos café”, según la conocida canción, crecen los cafetales a la sombra de los árboles del trópico y su cultivo y explotación es ya una tradición centenaria. En la Mayor de las Antillas “el néctar negro de los dioses blancos” se prepara generalmente fuerte, amargo y con poco azúcar. Sin embargo en Italia, que en ese aspecto no se parece a ningún otro país del planeta, las formas de elaboración pueden variar sustancialmente incluso dentro de una misma familia o un grupo de amigos, por lo que no es inusual encontrar diferentes variantes de la popular bebida sobre una misma mesa.

Esa noche me fui a la cama con mis pensamientos llenos de granos tostados y molidos, de un aromático polvo oscuro, cafeteras de metal humeantes, agua hirviente cayendo sobre filtros de papel y toda una constelación de tazas, cucharas, platillos y azucareras rondando por mi mente.

Por eso a la mañana siguiente en nuestro hotel, cuando el camarero del restaurante me peguntó qué infusión quería tomar en el desayuno, revisé rápidamente la lista que contenía nada menos que unas 25 variedades de café y con la más amable de mis sonrisas le contesté:

Un cioccolato, per favore.

Marzo 2005

Thursday, February 24, 2005


Top of Cape Town Posted by Hello

Thursday, December 09, 2004

LA ÓPERA DE LAS BALLENAS

Las ballenas azules de los mares cercanos al Polo Sur tienen una costumbre muy peculiar. Cuando están embarazadas, se marchan de veraneo. Abandonan las heladas costas de la Antártica y se van nadando entre témpanos de hielo en busca de mares mas cálidos. Así llegan a las relativamente tibias aguas del sur de África para, luego de 12 meses de embarazo, parir sus cachalotes y dedicarse por entero al cuidado de sus crías. Por eso desde junio hasta noviembre, los meses mas fríos del hemisferio sur, no es extraño verlas con sus hijos disfrutando de su estancia en África y nadando tranquilamente a lo largo de la ribera.

Quizás sea la profundidad de las aguas, la suavidad de la corriente marítima o la abundancia de algas en la zona. Lo cierto es que uno de los lugares favoritos de los grandes cetáceos para amamantar a sus crías y ayudarlas a desenvolverse en el inmenso mundo marino son los alrededores de Hemanus, una pequeña población junto a la Walker Bay, a unos 60 kilómetros al este de Ciudad del Cabo.

Y precisamente hacia allá nos dirigimos una mañana en que las nubes cubrían la cima de la Table Montain, la majestuosa montaña en forma de mesa que se alza como un gigantesco telón de fondo sobre la que es, sin duda, la urbe más linda del continente. Salimos de Ciudad del Cabo por modernas carreteras y fuimos atravesando gigantescas montañas y monumentales valles, hasta que pudimos divisar una mancha azul en el horizonte. Era la hermosa Walker Bay, cuyas playas son bañadas por el Océano Índico.

Así llegamos al pintoresco pueblo de pescadores que ya no vive de la pesca, sino del turismo.

Los pobladores de Hermanus han cambiado el viejo oficio de los anzuelos y las redes por el del comercio y la gastronomía. En vez de un arpón para cazar las ballenas, ahora utilizan una singular trompeta en forma de cuerno con la que anuncian a los visitantes en qué lugar de la costa es más fácil contemplar ese día a los gigantescos mamíferos marinos.

Mi primera impresión al tratar de descubrir las ballenas en la bahía, fue la de un profundo descontento. A pesar de haber llevado un par de prismáticos y haber escrutado el horizonte durante más de media hora, no pude divisar ningún rastro que me delatara la presencia de los grandes cetáceos… y cuando mis ojos se cansaron de mirar, mis oídos fueron sorprendidos por un extraño sonido. Creí que era una trampa de los sentidos, pero al darme una vuelta hacia el lugar de donde provenía aquello que tan poderosamente llamó mi intención, mis ojos me corroboraron que mis oídos no mentían.

Sobre un montículo, muy cerca de las rocas donde estaban agazapados los turistas en busca de alguna pista que los condujera hasta las ballenas, un negrito de unos doce años de edad cantaba a todo pulmón la canción Oh sole mio con perfecta voz de tenor. Allí en pleno fin de África un redoblar de tambores, una música folklórica o un movido baile a los dioses de la sabana, cantado en la lengua de los ancestros de las viejas tribus, no me hubiera sorprendido. Sin embargo un fragmento de ópera en aquellas latitudes, salido de los gruesos labios de aquel muchacho de ropas gastadas, era algo tan insólito como agradable. Aquel niño de piel oscura y pelo encaracolado cantando en la orilla me recordaba la historia de un gran orador griego que, como era gago y de poca voz, se ponía a declamar discursos frente al mar para desafiar con su garganta el ruido del viento y de las olas. Y aquel joven helénico no solo pudo vencer la naturaleza, sino también el olvido, y aún hoy a Demóstenes se le recuerda por su lenguaje elocuente, sus palabras certeras y la claridad de sus ideas.

En el caso de aquel improvisado cantante de ópera africano, la historia también era muy singular. Cuentan que en los tiempos de la abolición del Apartheid en Sudáfrica, una sirvienta negra de los alrededores de Hermanus recibió de sus patrones blancos, a modo

de regalo, partituras y discos de música clásica. Ella tenía un hijo pequeño, el cual creció rodeado de las melodías de Vivaldi, Mozart y Beethoven, en abierto contraste con los bailes y ritmos de las tradiciones africanas. Con el tiempo el niño descubrió también sus aptitudes para el Bel Canto y empezó él mismo a cantar esas viejas composiciones importadas de la lejana Europa. Como era tan pobre, comenzó a ganarse su sustento en La Roca de las Ballenas, adonde iba todos los días para cantarles a los turistas a cambio de algunas monedas que recogía en su gorra a modo de propina.

Un día el pequeño tenor fue escuchado por un director de ópera que había venido hasta Hermanus a contemplar las ballenas. El músico quedó maravillado de las cualidades vocales del negrito y no solo lo incitó a seguir cantando, sino que lo llevó al conservatorio de Ciudad del Cabo, donde el hijo de la sirvienta obtuvo una esmerada educación para convertirse posiblemente en el primer cantante de ópera negro en Sudáfrica.

La noticia corrió como pólvora por toda la nación y los periódicos del sur del continente no hablaron de otra cosa durante mucho tiempo, hasta convertir aquel hecho tan inusual en una leyenda. Si bien una historia similar no ha vuelto a ocurrir, la esperanza ha echado profundas raíces en los corazones infantiles de un país donde si bien ahora los negros tienen el poder político, los blancos aún ostentan el poder económico. Las escuelas en Sudáfrica son públicas y gratuitas; sin embargo, las universidades y otros centros de altos estudios son privados, y por ello están muy lejos del alcance de los pobres.

Desde entonces todos los días del año, haya ballenas o no, nunca faltan dos o tres negritos que estrenen sus cuerdas vocales junto a las rocas de la bahía. Lo hacen no tanto para desafiar el viento y las olas con su voz o para recibir algunas monedas de los turistas, sino a la espera de ser descubiertos por algún cazador de talentos musicales que les posibilite recibir una buena educación y dar el gran salto hacia la fama y la fortuna.

Me acerqué a los tres negritos que estaban cantando ese día y le di dos monedas a cada uno. Me dieron las gracias con la alegría de haber ganado algo durante la jornada y con el desencanto de que yo no fuera un afamado director de ópera que cumpliera sus más atrevidos proyectos. En todo caso creo que es mucho mejor estimular el que sueñen con un conservatorio de música clásica y no a que se dediquen al robo y a las drogas, que desgraciadamente están tan difundidos entre la población negra de Sudáfrica.

Deje atrás a los nuevos tres tenores, los cuales siguieron con su improvisado concierto, y abandoné mi punto de observación. Mis pensamientos ahora volaban en otras direcciones, y preferí salir a dar una caminata a lo largo del litoral mientras que a mis oídos aún llegaban las voces infantiles que se imponían sobre el murmullo de los visitantes, el silbar ciego del viento y el bramar infinito de las olas. Mientras caminaba, me di cuenta de que paralelas a mí, a solo unos 20 metros de la costa, nadaban suavemente una enorme ballena azul y su pequeña cría.

Diciembre 2004

Monday, November 10, 2003

EL ORO DE LOS NUEVOS FARAONES

Todos los metales poseen ese brillo tan característico que refleja la luz que incide sobre ellos. Sin embargo, de todos los conocidos hasta hoy, solo dos poseen color propio en estado puro: el oro y el cobre. A diferencia de este último, el oro ostenta un resplandor seductor y la inusitada propiedad química de ser indiferente a la corrosión. Es un material muy dúctil y estable, que puede llevarse sobre la piel sin reaccionar al sudor humano, lo que le concede un gran valor en la joyería.

No es de extrañar entonces, que ya desde las remotas dinastías del antiguo Egipto, fuera un metal muy codiciado. Con oro se decoraba no solamente la vestimenta de los nobles y poderosos, sino también las tumbas de los soberanos, con el fin de prepararlos para su vida en el “más allá” con numerosas y valiosas prendas. En una civilización dominada por la creencia de una vida después de la muerte, los sarcófagos desempeñaban un papel primordial, por lo que durante siglos las arenas del desierto se han tragado miles de kilogramos de admirables joyas y adornos dorados. Estos tesoros, enterrados con innumerables momias llenas de leyendas, inexplicables enigmas, grandes “secretos” y acertijos insolubles, envuelven en una atmósfera “áurea” de curiosidad y misterio todo lo referente a los faraones desde tiempos inmemoriales.

En nuestros días, si bien el oro ya no es el indicador primordial para medir la riqueza humana, no ha perdido su atractivo, y su comercio se amplia y ramifica por todo el orbe. El enigmático brillo sigue seduciendo a millones de personas en todo el planeta como símbolo de dinero, fortuna y bienestar. También ahora en las arenas del desierto, ya no a orillas del Nilo, sino junto al Golfo Pérsico, se encuentra uno de los puntos “dorados” más importantes del mundo.

Por eso al visitar Dubai, el pequeño y rico país de la Península Arábiga, tenía mucho interés en conocer dos zocos (bazares) muy famosos: el de las especias y el del oro. Ambos son frecuentados a partir de la caída del sol, pues durante el día los implacables rayos del Ra, el dorado dios solar de los egipcios, hacen imposible el comercio en el desierto. Estos mercados son atractivos no solo por sus tiendas, sino también por sus paisajes con misteriosas callejuelas muy angostas, que han sobrevivido la intensa construcción en estos últimos años en la pujante urbe.

Llegamos a esta zona de la ciudad atravesando el Creek, un canal de agua salada semejante a un río que corta a Dubai en dos mitades. Las tradicionales barcazas de madera propulsadas por arcaicos motores se desplazan burbujeantes y ruidosas por las tranquilas aguas para conectar ambas orillas del Emirato mediante paseos originales, casi idílicos, que no por cortos dejan de llevar un sabor de aventuras a sus pasajeros. Estas embarcaciones son algo así como la versión árabe de la costumbrista “Lanchita de Regla”, que mágicamente se sigue deslizando, contra viento y marea, en una trayectoria parecida en la Bahía de La Habana.

La presencia del primero de estos barrios comerciales, el Zoco de las Especias, se descubre muy fácilmente, pues es delatada por el aire cálido de la noche, cargado de exóticas esencias y disímiles perfumes que han hecho tan famoso al Oriente Medio. Aquí se pueden sentir la atmósfera y el aroma del pasado, entre bolsas de hierbas, inciensos, paquetes de té, pétalos de rosas y productos medicinales tradicionales. A lo largo de serpenteantes callejones se amontonan cajas, canastas, sacos, y hasta barriles de clavo, canela, tabacos, pimienta, aceites y maderos olorosos, bálsamos, vainilla, colorantes, flores disecadas y hojas bienolientes de impensables plantas aromáticas, capaces de llenar las fantasías del sultán más exigente de Las mil y una noches.

Sin embargo, el Zoco del Oro sobrepasó todas mis expectativas. En este barrio las casas están tapizadas de vidrieras donde se enganchan “por racimos” las más disímiles alhajas en una cantidad imponente. Bajo arcos de madera labrada cuelgan cadenas, pulseras, anillos, brazaletes y argollas del precioso metal, que semejan ristras de embutidos guindando en una carnicería. Las tiendas están colmadas de joyas doradas, con los precios más bajos del mundo, pues las prendas se venden teniendo en cuenta solo su “peso en oro” y no el valor artístico de estas verdaderas obras maestras de la orfebrería. El mercado es muy visitado hasta bien entrada la noche, para gran beneplácito de los vendedores y alegría de las muchas clientas árabes, que bajo sus velos blancos y negros tienen el singular hobby de coleccionar prendas. Parece que para las dubaianas, este es el mayor de los placeres terrenales (al menos aparentemente), lo que provoca grandes estragos en los bolsillos de sus esposos. Mas allí “no todo lo que brilla es oro”…, también puede ser platino, metales exóticos y todo un arco iris de piedras preciosas que incluye rubíes, topacios, esmeraldas, zafiros y por supuesto diamantes. Y para el que aún quede insatisfecho con toda esta explosión de centelleos, existe además el Zoco de la Plata, con su no menos abrumadora oferta que también incluye minerales raros, vasijas y cubiertos plateados.

En el camino de regreso observé los modernos contornos de esta enigmática metrópolis, donde junto al pasado de los tradicionales zocos del oro, las especias y la plata, se extiende el presente de los ultramodernos y gigantescos shopping malls. Tan arraigado está el consumismo en este nuevo imperio mercantil, que existen tres festivales de compras por año, por lo que algunos han rebautizado irónicamente a este Emirato de Bolsillo con la frase en inglés Do buy. Mientras los viejos pescadores continúan vendiendo abundante pescado fresco en sus veteranas barcas de madera, crece incontenible la sofisticada urbe de los helipuertos, los rascacielos y los estilizados yates de lujo anclados en las playas saturadas de palmeras. La riqueza del nuevo Emirato Árabe, lograda gracias al “Oro Negro” exportado en las últimas décadas, ha transformado al pequeño emirato en un centro comercial internacional que alcanza insospechadas dimensiones. Dubai ofrece parques, costa, gran diversión, y es un paraíso de seis estrellas para los que les gusta consumir, siempre y cuando tengan suficientes dirhams en el bolsillo. Las tradicionales carpas de los beduinos han sido sustituidas por los palacetes gemelos que se agrupan en las orillas de la carretera, que indican al paseante que en ellos viven las múltiples esposas de algún jeque local. Ya en nuestro confortable hotel, nos sentamos en las butacas, junto a la piscina del tope del edificio, a descansar del largo paseo y a disfrutar del fresco nocturno. El nuevo símbolo de Dubai, la atrevida vela blanca de concreto del hotel Burj Al Arab, resaltaba iluminada dentro del hermoso panorama que se extendía a nuestro alrededor, mientras a decenas de metros bajo mis pies las luces de neón alumbraban la noche de la ciudad. El fascinante calidoscopio de contrastes guarda la imagen de los ricos países petroleros árabes: limpios, seguros, ordenados y muy lujosos. Solo que en este caso particular el comercio, la banca y el turismo se han convertido en importantes fuentes de ingreso. Los nuevos faraones del desierto, en la mejor tradición de los viejos sultanes, no están dispuestos a prescindir de ninguna de las comodidades ni de los esplendores de la vida terrenal.

Al otro día por la mañana, nuestra moderna “alfombra voladora” arrancó del suntuoso aeropuerto de Dubai rumbo a Australia. Comenzaba la segunda etapa del “Plan Canguro”, un singular viaje por tres mundos. Mientras despegábamos, se aglomeraban en mi mente los muchos momentos vividos en el pequeño país, tantos que me parecía que había estado en Dubai no dos, sino 2002 noches. Al mirar por la ventanilla del avión, miles de destellos luminosos herían mis pupilas, pero ya no se trataba del oro de los nuevos faraones desde el dorado Zoco. Eras las intranquilas olas azules del Golfo Pérsico en su incansable trotar frente a las arenas del desierto.

Noviembre del 2003

Saturday, October 11, 2003

VELERO, MEDALLAS Y SALA DE EMERGENCIA

Rótterdam es, sin duda, la ciudad marítima por excelencia de Holanda. No solo es el mayor puerto del Reino de los Países Bajos, sino también una de las grandes encrucijadas navales de Europa, que se destaca por su dinamismo en todo el planeta. Esta metrópoli, medieval y ultramoderna a la vez, comparte con Ámsterdam una vieja rivalidad por el control sobre la poderosa flota holandesa desde la época en que el diminuto país europeo conquistó extensos territorios allende los mares. Aún hoy, el fondeadero ocupa el centro de la urbe y toda la vida de la burbujeante ciudad gira en torno a los incansables buques de la totalidad de los calados que continuamente atracan en sus espigones, surcan los ingeniosos canales bajo impresionantes puentes o zarpan hacia alta mar en todas las direcciones de la rosa de los vientos.

Por eso no es de extrañar que durante el torneo de natación que se celebró recientemente en la metrópoli portuaria, fuera elegido como logotipo del certamen un hermoso velero. En las instalaciones del evento abundaban los motivos alegóricos a la vida marina, y las piscinas estaban decoradas con timones de barco, salvavidas de buques, redes de pescadores y hasta claraboyas de naves. Incluso varios competidores recibieron, a modo de regalo de bienvenida, gorras de marinero.

Los integrantes de mi equipo arribamos a la “capital marítima de Holanda” en un tren desde Colonia, mi querida Ciudad de los Locos. Ya en la estación fuimos recibidos por un nadador del equipo de Rótterdam, que nos alojaría en su apartamento al entrenador y a mí, mientras otros participantes serían albergados en otras casas. Cuando nos disponíamos a salir rumbo al local donde se inscribían los competidores, sucedió algo insospechado: el holandés se desmayó en la puerta de la Terminal de Ferrocarriles y solo nuestra rápida intervención pudo evitar que cayera al piso. Sudaba a raudales, pese al frío de la noche, y su rostro estaba rojizo, como quien recibe una quemadura luego de permanecer largas horas bajo el sol. Nuestro entrenador es estudiante de Medicina, y bajo sus instrucciones le dimos a beber un refresco rápidamente, pues pensábamos que tenía bajo el azúcar en la sangre. Lo sentamos en el exterior del edificio y el aire fresco de la noche se encargó del resto. Nuestro anfitrión se recuperó al poco rato, y a pesar de que después de la velada transcurrió sin menores contratiempos, flotaba en el aire el presentimiento de que aquel extraño desvanecimiento tendría sus consecuencias. A continuación del registro de los nadadores, fuimos para su domicilio, donde pronto caí rendido en la cama, producto del cansancio acumulado durante el día. Necesitaba recuperar mis fuerzas para la competencia que empezaría a la mañana siguiente…

Cuando los rayos del sol matutino ya se filtraban por las cortinas de la habitación, me despertaron las palabras de mi entrenador: "Tenemos un problema. El holandés no pudo dormir en toda la noche, y ahora se siente tan mal, que es incapaz de levantarse de la cama."

Fuimos enseguida a su dormitorio y el cuadro que se abría ante mis ojos era lamentable: nuestro anfitrión volvía a sudar a raudales; pero esta vez le habían salido manchas rojas por toda la piel, las extremidades le pesaban como plomo, apenas podía articular palabras, y sus movimientos eran torpes y descoordinados. Había que llamar a un médico, mas él se rehusaba a hacerlo. Prefería pasar el día tranquilo en cama. Su estado me pareció realmente grave, por lo que tomé un mapa que nos habían entregado en el recibimiento de la noche anterior y allí encontré el número del Servicio de Emergencias.

Contra la oposición del enfermo, marqué el numero indicado; no obstante, la voz femenina que me salió al otro lado contestó indiferente a mis peticiones, y por toda respuesta me pidió el nombre y la dirección del médico de cabecera del paciente, datos sobre lo cual yo tenía el más perfecto desconocimiento. Entonces me dijo de la manera más fría que no me podía ayudar porque necesitaba esa información para llenar sus estadísticas. Quizás para ella la vida de una persona es solo un número en una lista, pero decididamente la burocracia no era mi estilo. ¡Había que hacer algo cuanto antes!

Ayudamos y casi que obligamos a nuestro desvanecido anfitrión a vestirse torpemente, y tomamos un taxi hasta la clínica más cercana que estuviera trabajando un sábado a esa hora. Al llegar a la taquilla de admisión, yo mismo fui a hablar con la enfermera, pues el holandés apenas podía articular palabra y le era imposible mantenerse en pie. La recepcionista estaba ocupada en teclear unos datos en su computadora; sin embargo, la abordé con una mirada que no dejaba lugar a duda sobre la seriedad del caso. "¡Es una emergencia! ¡Necesitamos un doctor urgente!"

Mientras buscaban un médico, acostamos al enfermo en la camilla de un pequeño cubículo. Al llegar el galeno le explicamos lo ocurrido y lo empezó a observar, mas no pudo determinar exactamente qué enfermedad sufría. Fue remitido de inmediato en ambulancia al hospital más grande de Rótterdam, que nosotros no conocíamos, pues apenas llevábamos 12 horas en la ciudad. Una enfermera nos escribió de prisa la dirección en un papel y nosotros, mapa en mano, nos dirigimos al apartamento de nuestro anfitrión, que necesitaba algunas pertenencias de primera mano para su ingreso, entre ellas su teléfono celular para avisar a amigos y familiares.

Una hora más tarde, luego de haberle preguntado a media ciudad por el camino más corto y haber probado a plenitud casi todas las rutas de tranvías de Rótterdam, llegamos a la entrada de Emergencias del remoto hospital. Al preguntar por el recién ingresado, nos introdujeron por un largo y amplio corredor donde estaban alineadas varias camillas. En un cubículo lateral con un penetrante olor a esterilización yacía nuestro anfitrión con un suero puesto, un censor eléctrico para medir el pulso cardiaco y otros equipos conectados. Su semblante había mejorado algo, no obstante, seguía en un estado de semiinconsciencia. Pese a no ser familiares del paciente, pudimos conversar con la doctora que atendía el caso. Nos explicó que todavía estaban haciéndole análisis, pues no habían descubierto la causa de sus padecimientos. Sospechaban de una extraña enfermedad tropical, aun cuando el enfermo no había abandonado el país en largo tiempo. Lo iban a someter a un riguroso chequeo y luego lo pasarían a la Sala de Terapia Intensiva.

Ya no podíamos hacer nada más en el Hospital. Mi entrenador y yo decidimos irnos para la piscina, que tampoco sabíamos dónde quedaba, y participar del resto de la competencia. Como ya habíamos acumulado experiencias en cuestiones de “orientación sobre el terreno”, nos lanzamos de nuevo a la calle mapa en mano. Cuando arribamos al complejo de piscinas, felizmente todavía no habían pasado nuestros concursos y tuvimos el tiempo exacto para cambiarnos de ropa y arrojarnos al agua a competir, sin calentamiento previo. Los otros integrantes de mi equipo ya estaban preocupados de nuestra demora, mas en aquel momento no tuvimos tiempo para muchas explicaciones. En total tuve que lanzarme a nadar cinco veces mientras la noticia sobre la misteriosa enfermedad de nuestro anfitrión corría como pólvora entre los nadadores del certamen, y, a modo de broma, éramos bautizados como “los camilleros de Colonia”. A pesar de tantos inconvenientes corriendo contra reloj toda la mañana, o quizás gracias a ello, tuvimos muy buenos resultados en la contienda y ganamos medalla de plata en el relevo de 4 x 50 metros libre; luego, en los individuales obtuve bronce en 50 metros mariposa. Está todavía por averiguar si las salas de emergencias aumentan el rendimiento deportivo; aunque por ahora no pienso hacer ese estudio estadístico.

Al caer la tarde, una vez finalizadas las competiciones, regresamos en el metro al centro de la ciudad. Estábamos cansados, pero satisfechos. Gracias a los buenos resultados de nuestro equipo, el buen ánimo y una risa contagiosa se apoderaron de nosotros. Sin embargo, al oír los mensajes grabados en mi teléfono celular, sentí un ligero escalofrío. Nuestro anfitrión me comunicaba que habían detectado la causa de sus padecimientos: Meningococo Encefalitis. Nuestro entrenador comprendió enseguida la gravedad del caso y yo conocía desde Cuba que es una enfermedad que puede tener consecuencias funestas. Nos dirigimos directamente al hospital y cuando únicamente nos faltaban 50 metros por llegar, recibí otra noticia sorprendente.

Mi teléfono sonó de nuevo, y la voz femenina del otro lado no solo conocía los datos exactos del enfermo, sino también los míos y los de mi entrenador. Pregunté si era la doctora que habíamos visto en la mañana, mas me equivocaba: era una empleada del Centro de Epidemiología del Ministerio de Salud de Holanda. La enfermedad era en extremo contagiosa, y como nosotros dormimos en casa del holandés la noche anterior, éramos los candidatos más fuertes a habernos contagiado. En perfecto alemán la funcionaria me explicó que debíamos personarnos lo antes posible en la Sala de Terapia Intensiva del Hospital y contactar a la doctora para hacer una cura profiláctica urgentemente.

"¡Pero no se preocupe!", fueron sus últimas palabras al despedirse.

¡Precisamente esa frase “tranquilizadora” fue la que me hizo inquietarme! Se trataba, sin duda, de un asunto serio que podía involucrarnos en una gran epidemia, un escenario demasiado funesto para creerlo realidad y que yo solo conocía mediante las fantasías del cine. Como ya estábamos a las puertas del Hospital, seguimos nuestro camino, esta vez dispuestos a que nos ingresaran a nosotros también y nos sometieran a investigaciones para comprobar si estábamos contagiados con la enfermedad. En la entrada del complejo clínico preguntamos por la Sala de Terapia Intensiva. La recepcionista ya tenía nuestros nombres anotados en su computadora. “Nos estamos volviendo famosos en Holanda”, pensé.

Nos enviaron a una sala del tercer piso, cuya entrada esta bloqueada al público por una puerta eléctrica de cristal, reforzada con fuertes barrotes de hierro. Parecía más una cárcel que un hospital. Por el intercomunicador conversamos con la enfermera de turno. Ya nos esperaba, y nuestros nombres y apellidos fueron el “Sésamo, ábrete” que hizo que pudiéramos franquear rápidamente la armazón de hierro y cristal. "Seguro que mañana salimos en la TV Holandesa", bromeé con mi entrenador al ver tanto alboroto en derredor.

La doctora no se encontraba en aquel momento en la sala, por lo que nos recibió la enfermera de guardia. Mientras esperábamos a la especialista, nos dispusimos a visitar a nuestro anfitrión, no sin antes tomar serias medidas. El paciente estaba en un cubículo herméticamente aislado del mundo exterior, y para entrar a verlo había que pasar por una esclusa, donde tuvimos que ponernos un traje impermeable sobre nuestra ropa y zapatos, así como máscaras en la cara. Entramos a la habitación “disfrazados de cosmonautas” y en perfecta concordancia con nuestro alrededor, pues allí se amontonaban los más impensables equipos médicos que armonizaban a la perfección con nuestra facha, ya que parecía el interior de una nave espacial. El enfermo yacía debajo de toda un jungla de sueros, cables, censores y tubos, en tanto innumerables pantallas y pizarras no cesaban de mostrar gráficos y cifras que reflejaban su estado. Su semblante había mejorado ostensiblemente y nos recibió con alegría, pese al aspecto de marcianos que teníamos. Nosotros, en correspondencia, tratamos de entretenerlo y de hacer todos los chistes posibles para aliviar las tensiones del momento.

Al salir de la cámara hermética, ya se encontraba la doctora que habíamos visto la víspera. Ella también tuvo que someterse a la terapia preventiva, que consistía en una tableta con una fuerte dosis de antibióticos. Luego de tomar la medicina, le preguntamos si teníamos que ser objeto de análisis e investigaciones médicas; mas ella nos explicó que no era necesario. El período de incubación de la epidemia es de varios días, por lo que si estábamos infectados, aún no se reflejaría en la sangre. Además, el contagio se produce solo mediante el contacto directo con la persona por alrededor de cuatro horas, pues se puede transmitir por las partículas de saliva durante la conversación. Como ese no era nuestro caso y no habíamos dormido en la misma habitación que el enfermo, las posibilidades de contaminación eran muy limitadas. También nos explicó que si habíamos sido contagiados, la tableta de antibióticos debía haber eliminado el posible desarrollo de la enfermedad. No teníamos que someternos a una “cuarentena” y podíamos volver a andar libremente por la ciudad.

Entonces supe que habíamos salvado la vida de nuestro anfitrión. Si no lo hubiéramos llevado con tanta premura a la clínica durante la mañana, no hubiera sobrevivido el ataque feroz de la epidemia, porque la enfermedad estaba ya en un estado muy avanzado, a punto de vencer el sistema inmunológico de su organismo. Solo una rápida intervención médica y una fuerte dosis de antibióticos pudieron impedir que la meningitis paralizara sus funciones vitales.

Nos despedimos agradecidos de la doctora y la enfermera que tan gentiles habían sido con nosotros y con nuestro anfitrión. Como “terapia psicológica” (trotamundos al fin y al cabo) aprovechamos nuestra recién recobrada libertad de movimiento para pasear por la hermosa metrópolis portuaria. Me llamó la atención un moderno puente de arquitectura futurista que se yergue cual refinada aguja sobre la terminal marítima y que, con toda justicia, ha devenido en símbolo de la ciudad. Los edificios ultramodernos de Rótterdam poseen un espectacular diseño en abierto contraste con las pocas joyas de la arquitectura medieval que han sobrevivido 15 siglos de historia. Producto de su gran importancia estratégica, esta urbe fue destruida casi en su totalidad durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.

Esa noche, durante la cena de clausura del evento, se realizó un pequeño acto donde normalmente se premian los mejores equipos y se condecoran los mejores nadadores. El jefe del team de Rótterdam anunció que esta vez había un premio especial para una “actitud ejemplar” que habían tenido dos deportistas. Con gran sorpresa escuché que se refería a nuestro entrenador y a mí. Más con pena que con orgullo, nos dirigimos hacia la tribuna bajo una lluvia de aplausos, pues no considerábamos nuestro comportamiento algo excepcional, sino sencillamente haber cumplido con una elemental norma de solidaridad humana. Nuestras “tribulaciones clínicas” habían llegado a oídos de los organizadores del evento y decidieron obsequiarnos un singular trofeo: el rompecabezas de un barco similar al que aparecía en el logotipo del torneo. En la cobertura se veía un hermoso velero con sus blancas velas hinchadas al viento como los que antaño atracaban en el añejo puerto holandés. En el reverso de la caja estaban todas las firmas de los tritones del equipo de Rótterdam. Me sentí apenado y conmovido a la vez. La emoción me hizo un nudo en la garganta y un enmudecimiento más fuerte que yo se apoderó de mí. Solamente atiné a decir un breve discurso con sílabas entrecortadas: "¡Gracias!”

Por razones preventivas no podíamos regresar a dormir a la residencia del enfermo. Por eso nos redistribuyeron en otras casas. Esta vez debí ir yo solo para la vivienda de otro nadador de Rótterdam. Cuando llegué al lugar no podía dar crédito a mis ojos. Era una fastuosa mansión de cuatro pisos. Yo tenía a mi disposición un “modesto dormitorio” equipado con un lujo digno de un hotel de cinco estrellas. El “diminuto aposento” con sus dos baños y recámaras, ocupaba todo el piso superior de la residencia y era más grande que mi apartamento en Colonia. Lo que yo no sabía era que mi nuevo anfitrión era uno de los empresarios inmobiliarios más importantes de la ciudad y uno de los patrocinadores del evento, el cual al enterarse de nuestras peripecias, ofreció todo un piso de su “humilde morada”. Evidentemente la “excursión” al hospital también tuvo un lado positivo.

Regresamos al día siguiente. Nos despedimos de los organizadores del evento como viejos amigos… que se conocían desde hacía menos de 48 horas. Partimos rumbo a Colonia bajo un cielo plomizo que anunciaba que el otoño europeo ya se apoderaba de los paisajes marinos de Holanda. Mientras el tren se alejaba del corazón de la urbe, recibí una llamada del jefe del equipo de Rótterdam. Me comunicaba desde el hospital que el holandés ya estaba fuera de peligro y esperaban poder darle el alta dentro de unos días. Luego llegó un recado electrónico escrito por el propio enfermo: “¡Mis ángeles de la guarda, miles de gracias por todo! Feliz viaje de retorno a casa.”

En lo que redactaba un mensaje de respuesta deseándole una pronta recuperación, noté que mis compañeros de equipo se habían agrupado en torno a una de las mesas de nuestro vagón, absortos en una tarea complicada, entretenida y novedosa. Estaban armando un enorme rompecabezas donde empezaban a destacarse los contornos de un flamante velero…

Octubre 2003