Rótterdam es, sin duda, la ciudad marítima por excelencia de Holanda. No solo es el mayor puerto del Reino de los Países Bajos, sino también una de las grandes encrucijadas navales de Europa, que se destaca por su dinamismo en todo el planeta. Esta metrópoli, medieval y ultramoderna a la vez, comparte con Ámsterdam una vieja rivalidad por el control sobre la poderosa flota holandesa desde la época en que el diminuto país europeo conquistó extensos territorios allende los mares. Aún hoy, el fondeadero ocupa el centro de la urbe y toda la vida de la burbujeante ciudad gira en torno a los incansables buques de la totalidad de los calados que continuamente atracan en sus espigones, surcan los ingeniosos canales bajo impresionantes puentes o zarpan hacia alta mar en todas las direcciones de la rosa de los vientos.
Por eso no es de extrañar que durante el torneo de natación que se celebró recientemente en la metrópoli portuaria, fuera elegido como logotipo del certamen un hermoso velero. En las instalaciones del evento abundaban los motivos alegóricos a la vida marina, y las piscinas estaban decoradas con timones de barco, salvavidas de buques, redes de pescadores y hasta claraboyas de naves. Incluso varios competidores recibieron, a modo de regalo de bienvenida, gorras de marinero.
Los integrantes de mi equipo arribamos a la “capital marítima de Holanda” en un tren desde Colonia, mi querida Ciudad de los Locos. Ya en la estación fuimos recibidos por un nadador del equipo de Rótterdam, que nos alojaría en su apartamento al entrenador y a mí, mientras otros participantes serían albergados en otras casas. Cuando nos disponíamos a salir rumbo al local donde se inscribían los competidores, sucedió algo insospechado: el holandés se desmayó en la puerta de la Terminal de Ferrocarriles y solo nuestra rápida intervención pudo evitar que cayera al piso. Sudaba a raudales, pese al frío de la noche, y su rostro estaba rojizo, como quien recibe una quemadura luego de permanecer largas horas bajo el sol. Nuestro entrenador es estudiante de Medicina, y bajo sus instrucciones le dimos a beber un refresco rápidamente, pues pensábamos que tenía bajo el azúcar en la sangre. Lo sentamos en el exterior del edificio y el aire fresco de la noche se encargó del resto. Nuestro anfitrión se recuperó al poco rato, y a pesar de que después de la velada transcurrió sin menores contratiempos, flotaba en el aire el presentimiento de que aquel extraño desvanecimiento tendría sus consecuencias. A continuación del registro de los nadadores, fuimos para su domicilio, donde pronto caí rendido en la cama, producto del cansancio acumulado durante el día. Necesitaba recuperar mis fuerzas para la competencia que empezaría a la mañana siguiente…
Cuando los rayos del sol matutino ya se filtraban por las cortinas de la habitación, me despertaron las palabras de mi entrenador: "Tenemos un problema. El holandés no pudo dormir en toda la noche, y ahora se siente tan mal, que es incapaz de levantarse de la cama."
Fuimos enseguida a su dormitorio y el cuadro que se abría ante mis ojos era lamentable: nuestro anfitrión volvía a sudar a raudales; pero esta vez le habían salido manchas rojas por toda la piel, las extremidades le pesaban como plomo, apenas podía articular palabras, y sus movimientos eran torpes y descoordinados. Había que llamar a un médico, mas él se rehusaba a hacerlo. Prefería pasar el día tranquilo en cama. Su estado me pareció realmente grave, por lo que tomé un mapa que nos habían entregado en el recibimiento de la noche anterior y allí encontré el número del Servicio de Emergencias.
Contra la oposición del enfermo, marqué el numero indicado; no obstante, la voz femenina que me salió al otro lado contestó indiferente a mis peticiones, y por toda respuesta me pidió el nombre y la dirección del médico de cabecera del paciente, datos sobre lo cual yo tenía el más perfecto desconocimiento. Entonces me dijo de la manera más fría que no me podía ayudar porque necesitaba esa información para llenar sus estadísticas. Quizás para ella la vida de una persona es solo un número en una lista, pero decididamente la burocracia no era mi estilo. ¡Había que hacer algo cuanto antes!
Ayudamos y casi que obligamos a nuestro desvanecido anfitrión a vestirse torpemente, y tomamos un taxi hasta la clínica más cercana que estuviera trabajando un sábado a esa hora. Al llegar a la taquilla de admisión, yo mismo fui a hablar con la enfermera, pues el holandés apenas podía articular palabra y le era imposible mantenerse en pie. La recepcionista estaba ocupada en teclear unos datos en su computadora; sin embargo, la abordé con una mirada que no dejaba lugar a duda sobre la seriedad del caso. "¡Es una emergencia! ¡Necesitamos un doctor urgente!"
Mientras buscaban un médico, acostamos al enfermo en la camilla de un pequeño cubículo. Al llegar el galeno le explicamos lo ocurrido y lo empezó a observar, mas no pudo determinar exactamente qué enfermedad sufría. Fue remitido de inmediato en ambulancia al hospital más grande de Rótterdam, que nosotros no conocíamos, pues apenas llevábamos 12 horas en la ciudad. Una enfermera nos escribió de prisa la dirección en un papel y nosotros, mapa en mano, nos dirigimos al apartamento de nuestro anfitrión, que necesitaba algunas pertenencias de primera mano para su ingreso, entre ellas su teléfono celular para avisar a amigos y familiares.
Una hora más tarde, luego de haberle preguntado a media ciudad por el camino más corto y haber probado a plenitud casi todas las rutas de tranvías de Rótterdam, llegamos a la entrada de Emergencias del remoto hospital. Al preguntar por el recién ingresado, nos introdujeron por un largo y amplio corredor donde estaban alineadas varias camillas. En un cubículo lateral con un penetrante olor a esterilización yacía nuestro anfitrión con un suero puesto, un censor eléctrico para medir el pulso cardiaco y otros equipos conectados. Su semblante había mejorado algo, no obstante, seguía en un estado de semiinconsciencia. Pese a no ser familiares del paciente, pudimos conversar con la doctora que atendía el caso. Nos explicó que todavía estaban haciéndole análisis, pues no habían descubierto la causa de sus padecimientos. Sospechaban de una extraña enfermedad tropical, aun cuando el enfermo no había abandonado el país en largo tiempo. Lo iban a someter a un riguroso chequeo y luego lo pasarían a la Sala de Terapia Intensiva.
Ya no podíamos hacer nada más en el Hospital. Mi entrenador y yo decidimos irnos para la piscina, que tampoco sabíamos dónde quedaba, y participar del resto de la competencia. Como ya habíamos acumulado experiencias en cuestiones de “orientación sobre el terreno”, nos lanzamos de nuevo a la calle mapa en mano. Cuando arribamos al complejo de piscinas, felizmente todavía no habían pasado nuestros concursos y tuvimos el tiempo exacto para cambiarnos de ropa y arrojarnos al agua a competir, sin calentamiento previo. Los otros integrantes de mi equipo ya estaban preocupados de nuestra demora, mas en aquel momento no tuvimos tiempo para muchas explicaciones. En total tuve que lanzarme a nadar cinco veces mientras la noticia sobre la misteriosa enfermedad de nuestro anfitrión corría como pólvora entre los nadadores del certamen, y, a modo de broma, éramos bautizados como “los camilleros de Colonia”. A pesar de tantos inconvenientes corriendo contra reloj toda la mañana, o quizás gracias a ello, tuvimos muy buenos resultados en la contienda y ganamos medalla de plata en el relevo de 4 x 50 metros libre; luego, en los individuales obtuve bronce en 50 metros mariposa. Está todavía por averiguar si las salas de emergencias aumentan el rendimiento deportivo; aunque por ahora no pienso hacer ese estudio estadístico.
Al caer la tarde, una vez finalizadas las competiciones, regresamos en el metro al centro de la ciudad. Estábamos cansados, pero satisfechos. Gracias a los buenos resultados de nuestro equipo, el buen ánimo y una risa contagiosa se apoderaron de nosotros. Sin embargo, al oír los mensajes grabados en mi teléfono celular, sentí un ligero escalofrío. Nuestro anfitrión me comunicaba que habían detectado la causa de sus padecimientos: Meningococo Encefalitis. Nuestro entrenador comprendió enseguida la gravedad del caso y yo conocía desde Cuba que es una enfermedad que puede tener consecuencias funestas. Nos dirigimos directamente al hospital y cuando únicamente nos faltaban 50 metros por llegar, recibí otra noticia sorprendente.
Mi teléfono sonó de nuevo, y la voz femenina del otro lado no solo conocía los datos exactos del enfermo, sino también los míos y los de mi entrenador. Pregunté si era la doctora que habíamos visto en la mañana, mas me equivocaba: era una empleada del Centro de Epidemiología del Ministerio de Salud de Holanda. La enfermedad era en extremo contagiosa, y como nosotros dormimos en casa del holandés la noche anterior, éramos los candidatos más fuertes a habernos contagiado. En perfecto alemán la funcionaria me explicó que debíamos personarnos lo antes posible en la Sala de Terapia Intensiva del Hospital y contactar a la doctora para hacer una cura profiláctica urgentemente.
"¡Pero no se preocupe!", fueron sus últimas palabras al despedirse.
¡Precisamente esa frase “tranquilizadora” fue la que me hizo inquietarme! Se trataba, sin duda, de un asunto serio que podía involucrarnos en una gran epidemia, un escenario demasiado funesto para creerlo realidad y que yo solo conocía mediante las fantasías del cine. Como ya estábamos a las puertas del Hospital, seguimos nuestro camino, esta vez dispuestos a que nos ingresaran a nosotros también y nos sometieran a investigaciones para comprobar si estábamos contagiados con la enfermedad. En la entrada del complejo clínico preguntamos por la Sala de Terapia Intensiva. La recepcionista ya tenía nuestros nombres anotados en su computadora. “Nos estamos volviendo famosos en Holanda”, pensé.
Nos enviaron a una sala del tercer piso, cuya entrada esta bloqueada al público por una puerta eléctrica de cristal, reforzada con fuertes barrotes de hierro. Parecía más una cárcel que un hospital. Por el intercomunicador conversamos con la enfermera de turno. Ya nos esperaba, y nuestros nombres y apellidos fueron el “Sésamo, ábrete” que hizo que pudiéramos franquear rápidamente la armazón de hierro y cristal. "Seguro que mañana salimos en la TV Holandesa", bromeé con mi entrenador al ver tanto alboroto en derredor.
La doctora no se encontraba en aquel momento en la sala, por lo que nos recibió la enfermera de guardia. Mientras esperábamos a la especialista, nos dispusimos a visitar a nuestro anfitrión, no sin antes tomar serias medidas. El paciente estaba en un cubículo herméticamente aislado del mundo exterior, y para entrar a verlo había que pasar por una esclusa, donde tuvimos que ponernos un traje impermeable sobre nuestra ropa y zapatos, así como máscaras en la cara. Entramos a la habitación “disfrazados de cosmonautas” y en perfecta concordancia con nuestro alrededor, pues allí se amontonaban los más impensables equipos médicos que armonizaban a la perfección con nuestra facha, ya que parecía el interior de una nave espacial. El enfermo yacía debajo de toda un jungla de sueros, cables, censores y tubos, en tanto innumerables pantallas y pizarras no cesaban de mostrar gráficos y cifras que reflejaban su estado. Su semblante había mejorado ostensiblemente y nos recibió con alegría, pese al aspecto de marcianos que teníamos. Nosotros, en correspondencia, tratamos de entretenerlo y de hacer todos los chistes posibles para aliviar las tensiones del momento.
Al salir de la cámara hermética, ya se encontraba la doctora que habíamos visto la víspera. Ella también tuvo que someterse a la terapia preventiva, que consistía en una tableta con una fuerte dosis de antibióticos. Luego de tomar la medicina, le preguntamos si teníamos que ser objeto de análisis e investigaciones médicas; mas ella nos explicó que no era necesario. El período de incubación de la epidemia es de varios días, por lo que si estábamos infectados, aún no se reflejaría en la sangre. Además, el contagio se produce solo mediante el contacto directo con la persona por alrededor de cuatro horas, pues se puede transmitir por las partículas de saliva durante la conversación. Como ese no era nuestro caso y no habíamos dormido en la misma habitación que el enfermo, las posibilidades de contaminación eran muy limitadas. También nos explicó que si habíamos sido contagiados, la tableta de antibióticos debía haber eliminado el posible desarrollo de la enfermedad. No teníamos que someternos a una “cuarentena” y podíamos volver a andar libremente por la ciudad.
Entonces supe que habíamos salvado la vida de nuestro anfitrión. Si no lo hubiéramos llevado con tanta premura a la clínica durante la mañana, no hubiera sobrevivido el ataque feroz de la epidemia, porque la enfermedad estaba ya en un estado muy avanzado, a punto de vencer el sistema inmunológico de su organismo. Solo una rápida intervención médica y una fuerte dosis de antibióticos pudieron impedir que la meningitis paralizara sus funciones vitales.
Nos despedimos agradecidos de la doctora y la enfermera que tan gentiles habían sido con nosotros y con nuestro anfitrión. Como “terapia psicológica” (trotamundos al fin y al cabo) aprovechamos nuestra recién recobrada libertad de movimiento para pasear por la hermosa metrópolis portuaria. Me llamó la atención un moderno puente de arquitectura futurista que se yergue cual refinada aguja sobre la terminal marítima y que, con toda justicia, ha devenido en símbolo de la ciudad. Los edificios ultramodernos de Rótterdam poseen un espectacular diseño en abierto contraste con las pocas joyas de la arquitectura medieval que han sobrevivido 15 siglos de historia. Producto de su gran importancia estratégica, esta urbe fue destruida casi en su totalidad durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.
Esa noche, durante la cena de clausura del evento, se realizó un pequeño acto donde normalmente se premian los mejores equipos y se condecoran los mejores nadadores. El jefe del team de Rótterdam anunció que esta vez había un premio especial para una “actitud ejemplar” que habían tenido dos deportistas. Con gran sorpresa escuché que se refería a nuestro entrenador y a mí. Más con pena que con orgullo, nos dirigimos hacia la tribuna bajo una lluvia de aplausos, pues no considerábamos nuestro comportamiento algo excepcional, sino sencillamente haber cumplido con una elemental norma de solidaridad humana. Nuestras “tribulaciones clínicas” habían llegado a oídos de los organizadores del evento y decidieron obsequiarnos un singular trofeo: el rompecabezas de un barco similar al que aparecía en el logotipo del torneo. En la cobertura se veía un hermoso velero con sus blancas velas hinchadas al viento como los que antaño atracaban en el añejo puerto holandés. En el reverso de la caja estaban todas las firmas de los tritones del equipo de Rótterdam. Me sentí apenado y conmovido a la vez. La emoción me hizo un nudo en la garganta y un enmudecimiento más fuerte que yo se apoderó de mí. Solamente atiné a decir un breve discurso con sílabas entrecortadas: "¡Gracias!”
Por razones preventivas no podíamos regresar a dormir a la residencia del enfermo. Por eso nos redistribuyeron en otras casas. Esta vez debí ir yo solo para la vivienda de otro nadador de Rótterdam. Cuando llegué al lugar no podía dar crédito a mis ojos. Era una fastuosa mansión de cuatro pisos. Yo tenía a mi disposición un “modesto dormitorio” equipado con un lujo digno de un hotel de cinco estrellas. El “diminuto aposento” con sus dos baños y recámaras, ocupaba todo el piso superior de la residencia y era más grande que mi apartamento en Colonia. Lo que yo no sabía era que mi nuevo anfitrión era uno de los empresarios inmobiliarios más importantes de la ciudad y uno de los patrocinadores del evento, el cual al enterarse de nuestras peripecias, ofreció todo un piso de su “humilde morada”. Evidentemente la “excursión” al hospital también tuvo un lado positivo.
Regresamos al día siguiente. Nos despedimos de los organizadores del evento como viejos amigos… que se conocían desde hacía menos de 48 horas. Partimos rumbo a Colonia bajo un cielo plomizo que anunciaba que el otoño europeo ya se apoderaba de los paisajes marinos de Holanda. Mientras el tren se alejaba del corazón de la urbe, recibí una llamada del jefe del equipo de Rótterdam. Me comunicaba desde el hospital que el holandés ya estaba fuera de peligro y esperaban poder darle el alta dentro de unos días. Luego llegó un recado electrónico escrito por el propio enfermo: “¡Mis ángeles de la guarda, miles de gracias por todo! Feliz viaje de retorno a casa.”
En lo que redactaba un mensaje de respuesta deseándole una pronta recuperación, noté que mis compañeros de equipo se habían agrupado en torno a una de las mesas de nuestro vagón, absortos en una tarea complicada, entretenida y novedosa. Estaban armando un enorme rompecabezas donde empezaban a destacarse los contornos de un flamante velero…
Octubre 2003