Wednesday, June 11, 2003

EL SABUESO DEL PÁRAMO INGLÉS

¡No vayas al páramo!

La frase, pese a ser muy antigua, no se había borrado de mi memoria. Flotaba aún entre mis evocaciones de la adolescencia, salida de los libros de Arthur Conan Doyle. Entonces yo era un insaciable devorador de novelas policíacas y constituía para mí un gran placer el "acompañar" en sus interminables aventuras a Sherlock Holmes, quizás el investigador más famoso de todos los tiempos. Con su inigualable pericia y su astucia sin límites, el inteligente detective le tendía laberínticas trampas al criminal de turno... y al lector, para salir siempre airoso de cada unas de sus inigualables peripecias. Una de esas novelas del gran escritor inglés me llamó especialmente la atención: El sabueso de los Baskerville. La historia se desarrolla en una apartada y lúgubre mansión de las praderas inglesas, envuelta por la bruma y la abundante vegetación de la campiña británica. Según la trama, en esos tenebrosos parajes un enorme perro, más con la fiereza de un lobo que con la mansedumbre del "mejor amigo del hombre", se dedicaba, aparentemente, al sangriento pasatiempo de degollar una víctima tras la otra, armado de los afilados colmillos de su enorme dentadura. Recuerdo aún mis noches en vela devorando el sugestivo libro, cuyo mito fue llevado también al cine y a la TV.

Este paisaje, descrito de forma tan magistral por Conan Doyle en su novela, era el que desfilaba ahora frente a mis ojos mientras yo viajaba por las praderas inglesas. En esta ocasión, en vez de estar sumergido en una niebla aterrorizante y densa, como relata el libro, el páramo era bañado por los últimos rayos del sol veraniego, tan escaso en estas latitudes. Yo había llegado a semejantes parajes, no persiguiendo al "canino asesino", sino para participar en el ensamblado de un nuevo prototipo de automóvil en un centro de investigación y desarrollo, localizado unos 50 kilómetros al este de Londres. La planta de montaje se encuentra en un añejo pueblo, donde las agujas del reloj parecen haberse detenido para siempre a principios del siglo xx y las piedras de las casas conservan un olor extraño e indefinible que le dan un aire de reliquia a cielo abierto.

Durante esos viajes de trabajo, mis colegas y yo pernoctamos en el "Langdon Hills Golf and Country Club", junto a una hermosa pradera. La otrora granja agrícola, devenida hoy en un original hotel campestre, se yergue con refinada elegancia en medio de los antiguos labrantíos circundantes, convertidos actualmente en un enorme césped de golf, con dunas, estanques artificiales y todos esos encantos del deporte de las pelotillas blancas y los bastones. Las edificaciones del complejo, rodeadas de amplios y cuidados jardines, se encuentran en la ladera de una suave colina que baja en dirección a Londres. Gracias a la altura del montículo, se pueden divisar a lo lejos los rascacielos y las luces de la "Big City" del Reino Unido durante los días claros y de cielo nítido, tan raros en el clima de las Islas Británicas.

En días soleados, el páramo inglés es realmente bello. Entre la verde y abundante espesura se levantan villas señoriales y elegantes casas modernas; todas, muy bien atendidas y rodeadas de una aureola de confort y bienestar. Reina entonces una agradable sensación de dicha, en abierto contraste con las espeluznantes novelas policíacas que yo había leído. Entre las granjas, campos cultivados, cotos de caza, bosques y jardines, serpentean estrechas carreteras con una peculiaridad muy interesante: en Inglaterra y otros países de la Comunidad Británica de Naciones, Commonwhealth, el conductor va sentado en la parte derecha del auto, y en consecuencia, el sentido de las vías es contrario al resto de Europa y del mundo. Además, las calles de la comarca son tan estrechas, que hasta el chofer más experimentado debe conducir con mucho cuidado. Producto de la abundante vegetación en las orillas, la visibilidad es muy limitada y no existen aceras para los peatones en las zonas rurales.

Cuando terminábamos nuestra agotadora jornada laboral y regresábamos al hotel. Yo —trotamundos incorregible y curioso de profesión— me ponía mis tenis de atletismo y me iba a correr por los alrededores. Así combinaba mi instinto de investigador insaciable con el buen hábito de mantenerme en forma. "¡No vayas al páramo!" resonaba en mis sentidos cada vez que abandonaba el campo de golf para adentrarme en la desconocida campiña inglesa. Mas, justamente esa combinación del sabor de lo prohibido con la tentación de algo nuevo formaba una mezcla explosiva que ejercía sobre mí una influencia irresistible, y me lanzaba por caminos cada vez más distantes y remotos. Nunca imaginé que aquel chiquillo que se deleitaba leyendo historias sobre la fría y oscura Inglaterra, mientras sudaba a raudales bajo el sol del Caribe, tendría el privilegio de recorrer un día esos paisajes y disfrutar del páramo ingles en todo su esplendor, no ya en medio de una glacial y nublada noche de invierno, sino de una cálida y soleada tarde de verano. Pero el destino me tenía guardada una sorpresa aún mucho mayor.

Tomando precauciones extremas respecto al inusual sentido de los autos y considerando que no había aceras en la zona, decidí aventurarme por una de las muchas carreteras de la campiña, y admiré las bellas mansiones que de vez en cuando afloraban dentro de la espesura y que, para gran sorpresa mía, no estaban cercadas. Un jardín abierto delimitaba cada propiedad y, en todo caso, sólo algunas plantas ornamentales o pequeños muros marcaban el terreno. Cuando dos autos se cruzaban en la angosta vía, sin pensarlo dos veces, yo brincaba hacia el follaje de la orilla y esperaba entre la vegetación que ambos vehículos pasaran ajustadamente por mi lado para luego seguir la marcha.

Hice un gran recorrido de varios kilómetros por la comarca. Estuve corriendo y curioseando a mis anchas por los alrededores hasta la puesta de Sol. Cuando empezó a oscurecer, emprendí el trote de regreso al hotel. Al doblar la última curva antes del llegar al campo de gol, se cruzaron dos automóviles en la carretera y yo, de forma automática, salté hacia la espesura, como ya era costumbre, para ponerme a buen recaudo durante el cruce. Sin embargo, muy pronto me arrepentí de haberlo hecho. Un sonoro ladrido a unos pocos metros de mí me heló la sangre.

Se trataba nada menos que del perro guardián de la mansión de turno, que al verme brincar tan abruptamente dentro de "su" territorio, de seguro me confundió con un ladrón. Era evidente que el ofendido animal no entendía a aquellas horas de cubanos imprudentes de gira por el páramo inglés y mucho menos de deportistas tropicales venidos allende los mares. Para gran asombro —y terror— mío, el sabueso andaba suelto. Normalmente, esos furiosos caninos están encadenados o tras las rejas, mas este ejemplar se encontraba con plena libertad de movimientos, y yo con toda seguridad no me iba a detener en ese momento a indagar las razones de semejante arbitrariedad. Miles de pensamientos pasaron por mi mente en un instante. Recordé incluso cómo, cuando yo era un niño aún, mi madre fue mordida por un perro en una pierna. Un segundo ladrido del cuadrúpedo me sacó del estupor inicial. Entonces hasta la última fibra de mi cuerpo se puso en función de una sola idea: ¡CORRER! Sentí un torrente de adrenalina inundando mis venas y una energía desconocida —que tampoco me a puse a averiguar de dónde salía— invadió mi cuerpo.

Salí disparado como una flecha, sin preocuparme ya de las luces de los autos en la carretera. Los 150 metros que me separaban de la entrada del campo de golf los recorrí en unos pocos segundos. Aquella "carrera con obstáculos", con mi perseguidor canino pisándome los talones, ha sido sin duda el momento más veloz de mi vida. Lamentablemente no estaba invitada la prensa deportiva londinense en aquella ocasión, pues estoy convencido de que hubiera causado sensación en los periódicos.

Al llegar jadeando al césped del campo de golf, seguí corriendo sin detenerme en dirección al hotel; mientras, los ladridos del sabueso inglés se tornaban imperceptibles. No sé hasta qué punto me estuvo persiguiendo el perro, pues los galopantes latidos de mi corazón no me dejaban oír sus aullidos y ni me molesté en virar la cabeza para ver a mi "acompañante". Además, no era necesario oírlos, porque los gruñidos salidos de las prodigiosas cuerdas vocales del canino aún resonaban en mis oídos. Sólo al entrar exhausto a mi habitación del hotel, me di cuenta de que tenía varios rasguños en las extremidades y que sangraba un poco debajo de la rodilla izquierda. Parece que la lesión fue provocada por alguna piedra que me raspó durante el apresurado escape. En todo caso, "es mejor una pequeña herida que una mordida", pensé.

Al otro día, cuando viajaba con mis colegas hacia la planta de montaje, volví a ver desde el auto el trayecto de la entrada del campo de golf. Me parecía mentira que yo lo hubiera recorrido tan "fácil y rápidamente" la noche anterior. El furioso y "antideportivo" sabueso no sabe que me ayudó, sin quererlo a implantar "récord mundial y olímpico del atletismo amateur".

Desde entonces, cada vez que pernoctamos en ese hotel, no puedo evitar una sonrisa irónica al atravesar el muro de la entrada. Mi curiosidad no se ha apagado, ni el espíritu de trotamundos deportivo tampoco, mas considero mucho más "saludable" el trotar por un lugar libre de perros. Por eso ahora me voy a correr dentro del recinto del campo de golf. Creo que no es necesario implantar otro "récord olímpico" ayudado por un sabueso inglés; aunque no sea precisamente el de los Basquerville. La frase "¡No vayas al páramo!" ha recobrado su vigencia para mí... A veces no está de más el hacerle caso a Sherlock Holmes.

Junio del 2003