Friday, April 11, 2003

EL CARRUSEL

Conservo recuerdos encantadores de los tiempos de mi infancia. Uno de ellos es un ritual que no por repetido dejaba de ser fascinante. En los viajes a La Habana de aquel entonces, mi padre me llevaba a comer al restaurante del Hotel Nacional de Cuba, sin duda, una de las instituciones del país con mayor tradición en la alta cocina internacional. En el enorme salón del "decano de los hoteles de la capital", decorado en el mejor estilo de los años 30, la atmósfera era muy agradable y el servicio, exquisito. Los excelentes manjares, servidos con singular maestría por un grupo de experimentados camareros, eran capaces de satisfacer las demandas de los más exigentes paladares. Sin embargo, lo que a mí me llamaba la intención no era la elegancia del lugar, sino "la parte dulce" de la estancia.

Luego del plato fuerte, yo invariablemente pedía de postre Pastelería Francesa. Entonces acontecía un espectáculo más digno de un circo que de un programa gastronómico. Aparecía en escena un asistente vestido —de manera impecable— de blanco y negro, que se acercaba a nuestra mesa empujando el (para mí, mágico) "Carrito de los Dulces". Dos grandes ruedas giratorias verticales, semejantes a la estrella de un parque de diversiones, sostenían largas bandejas que portaban una amplia palestra de dulces finos, hechos por manos expertas en la repostería allende el océano. Tartaletas, mazapanes, panecillos de crema, bizcochos, tortas, y los pasteles de hojaldre más impensables se rotaban en aquel placentero "carrusel", convertido en la satisfacción suprema de mis golosinas infantiles.

Entonces empezaba la "difícil" tarea de escoger algunas de las diminutas obras maestras dentro de aquel universo de deleites tan apetitosos al paladar y tan peligrosos para la figura. El acto de hacer girar esas ruedas maravillosas, contenedoras de todas las delicias del universo, me resultaba el momento culminante de la noche. Me proporcionaba más placer aquella selección que la degustación posterior de las tan ansiadas exquisiteces. Luego de "arduas y complicadas" deliberaciones, yo determinaba las que serían "mis víctimas del día", y trataba siempre de memorizarlas para no repetir en la próxima ocasión. Ese ritual, casi caníbal, se repetía cada vez que entrábamos al amplio y agradable restaurante del hotel y era para mí, sin duda, uno de los más grandes atractivos de la capital cubana.

Muchos años más tarde, cuando ya trabajaba de ingeniero en la Central Electro Nuclear y el "evento" de la Pastelería Francesa parecía guardado para siempre en un rincón del olvido, recorrí nuevamente los salones del Hotel Nacional; pero esta vez el restaurante era "área dólar", y por tanto, vedado para mi bolsillo de "cubano nativo", que no podía entonces poseer moneda libremente convertible. A través de los cristales de la puerta del comedor miré con una amarga mezcla de golosina, angustia y nostalgia cómo "mi" carrusel seguía dando vueltas, en esta ocasión, para acariciar el paladar de turistas venidos de tierras lejanas. Me retiré del lugar cargando una sombra triste sobre mis hombros. Pensé que nunca volvería a probar las "terribles delicias" de mi infancia.

Sin embargo, quiso el destino que un día volviera a encontrarme frente a esos fascinantes destructores de todo intento de dieta. Esta vez recorría las calles de París por primera vez. Mientras paseaba por uno de los acogedores bulevares de la bella ciudad, el reflejo de las vidrieras de un Café me devolvió toda una palestra de dulces, colocados de manera artística junto a la entrada del local. Dudo mucho que los visitantes pudieran resistir la tentación de aquellas azucaradas obras de la repostería... y yo no fui la excepción. Me encontraba de hecho en la meca de la Pastelería Francesa y me era sencillamente imposible no sucumbir ante la "atracción fatal" de esos deleites que acariciaban los sentidos en cada bocado. Aquellas irresistibles tentaciones daban al trasto con cualquier intento de "no perder la línea". Mis sentidos no respondían a ningún llamado a la cordura nutricional, y me sumergía en aquel océano de seductores carbohidratos olvidándome que existían los términos "sobrepeso" y "gordura"

En mis visitas posteriores a la capital gala, observé como los transeúntes se juntaban con agrado en los Cafés en horas de la tarde para tomar una taza de té o café, charlar con amigos y degustar, a la par de la infusión, un trozo de pastel. Parece que el ritual no era solo mío y que también medio París estaba contagiado por aquellas temerarias amenidades. En más de una ocasión excursionando por la urbe, me quedaba contemplando esos salones poblados de cientos de "golosos", que compartían sin saberlo mi misma devoción por "la dulce vida". Con el tiempo, me acostumbré a convivir con el alto riesgo de las "bombas de calorías" y a mantenerlas a raya. El deporte y la autodisciplina se encargaron del resto... hasta un día.

En fecha reciente, en la tradicional Competencia de Natación que se celebra en París durante las pascuas, otro "Carrito de los Dulces" vino a atravesarse en mi camino con consecuencias funestas. Esta vez la sorpresa fue total y no estaba "preparado para el ataque". Mi anfitrión parisino, conocedor de mi debilidad por las temibles delicias, había comprado nada menos que un gran paquete con los más finos ejemplares de la Pastelería Francesa. Lleno de estupor, abrí aquella "Caja de Pandora" con una mezcla de regocijo y terror. En mí se despertó de nuevo el niño goloso de antaño y recomenzó entonces el "difícil" ritual de la selección. Tomé el inesperado "carrusel" entre mis manos y lo hice girar mentalmente seleccionando con la vista cuál era el pastel más suculento de todos. Incluso llegué a picar a la mitad algunas de la piezas más apetitosas intentando frenar mis instintos caníbales y "dejar algo para después"; pero había perdido la batalla de antemano. Debo confesar que el pecado de la gula fue más fuerte que mi autodisciplina, y en los cuatro días de mi estancia en la metrópolis gala, el cartón desapareció entre mis "garras" de devorador incorregible.

Una vez terminadas las actividades de la competencia, me dispuse a regresar a Colonia, mi querida Ciudad de los Locos. Llevaba junto a mi equipaje miles de nuevas vivencias, un raudal de recuerdos rejuvenecidos y unas cuantas libras de más por las cantidades irracionales de dulces ingeridos. Como siempre, en las calles parisinas reinaba una gran agitación. Los Cafés estaban repletos y las mesas de las aceras, brillando bajo el sol de la tarde, le sonreían a los paseantes. En la Estación del Norte mi tren ya estaba a punto de partir, por lo que tuve que apurarme en mi trayecto al andén para no perderlo. Atravesé con paso ligero los salones atestados de peatones que caminaban como hormigas en todas direcciones. Sin embargo, pese a la prisa del momento, tuve que parar en seco, hipnotizado por algo que dejaba indiferente a la inmensa mayoría de los apresurados pasajeros. No era un espejismo de los sentidos ni un producto de mi imaginación. Detrás de los cristales de una dulcería cercana, pude ver entre la inquieta muchedumbre algo muy semejante a mi entrañable "juguete infantil". Me acerqué poco a poco con una mezcla de alegría y estupor. Por inexplicables malabares del destino, allí estaba un "hermano gemelo" de "mi" Carrusel del Hotel Nacional de Cuba exhibiendo en sus relucientes bandejas las últimas creaciones de la Pastelería Francesa...

Abril del 2003

8 Comments:

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