Friday, August 10, 2001

EIVISSA: FIESTA PERMANENTE -1

-No es solo una isla. ¡Es un mundo aparte! -me explicó un amigo alemán cuando yo paseaba por primera vez por las principales calles de la ciudad-. En Ibiza puede pasar cualquier cosa a cualquier hora del día.

Y tenía razón. En la "Isla Blanca", la tercera en tamaño de las Islas Baleares -y la segunda en flujo turístico- el día y la noche se confunden de modo sorprendente, en un lugar donde siempre se escucha música durante toda la temporada veraniega, que aquí dura desde Semana Santa hasta principios de octubre. Luego, Ibiza queda sumida en su letargo invernal; mas en el verano el aeropuerto de este pedazo de tierra, apenas perceptible en los mapas, tiene un tráfico impresionante. Oleadas de jóvenes (y otros que quieren seguir siéndolo) de todos los rincones de Europa, vienen fascinados por la fama internacional que ha ganado como centro de diversiones ininterrumpidas. Incluso, muchos estudiantes buscan aquí un empleo durante el verano y, de esa forma, se financian sus vacaciones. Quizás por eso se oye por doquier hablar el español con los más disímiles acentos.

Aunque el pintoresco casco histórico, coronado por el campanario de la Catedral de "Eivissa", como llaman los nativos en la lengua local a la capital, fue declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, la inmensa mayoría de los visitantes no vienen atraídos por la maravillosa y variopinta arquitectura local, donde dejaron sus huellas los fenicios, cartagineses, romanos, bizantinos, musulmanes y, más recientemente, los españoles. Vienen a disfrutar del cálido sol de la isla, el azul de sus playas mediterráneas, la transparencia del agua de sus caletas y sobre todo de su vida nocturna. Su noche puede durar las 24 horas y el gran imán son sus centros nocturnos donde nativos y extranjeros van a disfrutar de los espectáculos, los efectos especiales y la buena música. ¡Ah! ¡La música! Las melodías discotequeras de aquí han alcanzado fama internacional y creo que no exagero al afirmar que son el principal renglón exportable local. Dondequiera se venden grabaciones con un toque muy peculiar de "Ibiza mix", y de hecho, lo que me llevé a casa como recuerdo de mis vacaciones veraniegas no fueron artesanías locales, sino CDs ibicencos para mí y mi sobrina. Hay una cierta ironía y coincidencia, a la vez, al llamar una de las fiestas de las grandes discos locales "The Ministry of Sound". En realidad, pudiera haber aquí todo un ministerio ocupándose del sonido en esa "Potencia Musical Europea", donde las discotecas y fiestas son catapultadas al rango de atracción turística y los DJs (musicalizadores) gozan del estatus de estrellas de cine. Al mismo tiempo, Ibiza es punto de convergencia obligado para los DJs europeos y todo lo que brilla, o quiere brillar, en el mundo discotequero.

Pero: ¿Por qué Ibiza? -me preguntaba a mí mismo desde mi llegada- ¿Cómo fue que esta diminuta ínsula, clavada en el corazón del Mediterráneo occidental, se convirtió en la "metrópoli nocturna" de las vacaciones europeas?

La respuesta se remonta al Gobierno de Franco en España. Durante esos años las Baleares quedaron abandonadas a su suerte y en los 60 se asentó en Ibiza una comunidad hippie, que todavía hoy existe. También "emigraron" muchos escritores, pintores, diseñadores y artistas en busca de un sitio donde encauzar sus inquietudes intelectuales y artísticas. Así fue como adquirió ese aire bohemio, cosmopolita, abierto y tolerante que se respira hoy día. Aquí se han asentado y/o vienen a veranear artistas, modistos famosos y personalidades del mundo de la farándula, atraídos no solamente por el poder respirar a pleno pulmón el aire salobre del Mediterráneo sino por el mosaico de culturas y tendencias que la isla ofrece.

Nunca en mi vida yo había visto gentes tan diferentes y extravagantes bajo un mismo techo, ni un sitio donde estuvieran tan unidos la tradición y el libertinaje. Junto a los mercados de usanza centenaria, en los que los nativos venden sus productos agrícolas como lo hacían sus antepasados, cohabitan tiendas de productos esotéricos, modas de las más disímiles corrientes, comercios donde lo mismo se puede comprar adornos plásticos que curiosos accesorios y las joyas más impensables. Florecen los negocios de hacer tatuajes y colocar piercing (argollas y aretes) en las partes más imposibles del cuerpo humano. En las laberínticas calles de la parte vieja de la ciudad, los bares excéntricos lidian con restaurantes elegantes de una forma totalmente pacífica y normal. Ibiza tiene para todos los gustos y tendencias, agrupados en un reducido espacio, en el que cada cual se divierte a su manera sin molestar al de al lado. Esa diversidad quizás sea el secreto del éxito turístico y la magia que hace a la isla tan atractiva para un amplio público.

Parece que allí la filosofía que imperante es "vive y deja vivir", y eso la convierte en una gran escuela de tolerancia. Por las estrechas callejuelas se ven codo con codo los campesinos nativos, familias de turistas extranjeros con sus niños y las "pepillas locas" de toda Europa, sin molestarse mutuamente, ni irritarles a los unos la presencia de los otros.

Esa forma de ver la vida me la confirmó una abuela ibicenca, de unos 70 años, que conocí una mañana cuando yo regresaba de mis andanzas nocturnas. Ella estaba sentada en una parada de autobús. Sus manos, encogidas por los años y los múltiples trabajos realizados en su vida, sostenían un bulto con comestibles. Su rostro tranquilo, también cruzado de arrugas, armonizaba de alguna forma con la dulzura del azul de sus ojos. Sus blancas canas y sus facciones de quien no miente, me recordaron mucho a mi abuela materna. Me contó que ella había nacido en el seno de una familia campesina en la playa de Bossa, a solo unos metros de donde se alza hoy una de las grandes discotecas de Ibiza. Desde niña había laborado en el campo y su difunto esposo trabajó muy duro toda su vida en las salinas del sur de la isla. A veces, él dormía a ras de suelo, sin ir a casa, en las épocas de mucho trabajo en las recogidas salineras. Ella, cuando empezó la avalancha turística en los años 70, dejó la ruda labor del campo y comenzó de auxiliar de limpieza en el nuevo aeropuerto, luego en un banco y más tarde en las oficinas de la ciudad.

-¿Y no le molesta ese enjambre de turistas por doquier y a todas horas? -le pregunté, poniendo el dedo en la llaga.

Me miró muy fijamente con sus serenos ojos azules y sin pensarlo dos veces me respondió:

-Gracias al turismo yo pude dejar el trabajo en el campo, aunque nunca estudié. Mi esposo quiso seguir trabajando en las salinas, que cuando yo nací eran casi la única fuente de empleo en la isla; pero mi hijo y mi nuera tienen un bar donde venden refrescos a los extranjeros. Si no existiese turismo, no se hubieran construido tantos edificios y hoteles. Ningún visitante me ha molestado nunca, y ahora estoy contenta de saber que mis nietos no tendrán que trabajar cargando sacos de sal. Ellos tendrán en el futuro una vida mejor.

Agosto del 2001

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