Saturday, August 10, 2002

LA GUAGUA AÉREA - Londres 2

En estos tiempos de Internet, compraventas cibernéticas y encarecimiento de los vuelos por altos costos de seguridad, ha surgido una novedosa variante para viajar más barato. Las llamadas "Aerolíneas de Bajo Costo" (y sus clientes) renuncian a los servicios y facilidades de los aviones tradicionales, reduciendo los gastos a lo más imprescindible del vuelo. Los pasajeros compran sus boletos en Internet, lo que les da acceso directo sobre la disponibilidad de los vuelos y, a la vez, ahorra los gastos de confección del pasaje. En este nuevo método, el viajero imprime o anota su número de reservación, que funciona como "ticket electrónico" y es entregado en la taquilla de embarque. Los aviones tampoco despegan de los costosos aeropuertos convencionales, sino de pequeños aeródromos con una baja tarifa aeroportuaria.

Alfonso, mi compañero de viaje, decidió poner proa a Londres con este, vamos a decir que "creativo y barato" sistema. Como nuestro aeropuerto de despegue era el de "Frankfurt-Hahn", desde el viernes por la noche salí rumbo a Frankfurt y dormí en casa de este infeliz mortal, involucrado en la suicida misión imposible de soportarme durante cuatro días en la capital británica. El sábado por la mañana salimos temprano hacia la terminal aérea que suponíamos "en las afueras de la ciudad", solo que luego de una hora de viaje, donde se vació nuestro tanque de gasolina, pudimos ver que aún nos faltaban nada menos que ¡38 kilómetros! para llegar a este aeropuerto "de Frankfurt", que no tenía nada que ver con dicha urbe y se encuentra a 120 kilómetros de esta, en el mismo confín del mundo, donde el diablo se burló de su abuelita. El aeródromo no era más que la pista de aterrizaje de una antigua base militar, acondicionada para vuelos civiles después de la caída del muro de Berlín y que muy bien se pudiera llamar "Colonia-Hahn", ya que está casi equidistante de ambas ciudades.

Como el camino al "céntrico" aeropuerto demoró mucho más de lo pronosticado, al llegar con nuestros bultos a rastras y preguntar por la taquilla de embarque, nos informaron que ya habían cerrado el vuelo a Londres. Estábamos casi resignados a pasarnos el resto del día en aquel "paraíso idílico de la naturaleza", cuando una empleada se compadeció de nosotros y nos hizo el chequeo con rapidez, con la advertencia de que debíamos a llevar a cuestas no solo el equipaje de mano, sino también nuestros abultados maletines, teoréticamente destinados a "la barriga" del avión.

La nave ya estaba a punto de despegar. Pasamos de manera precipitada por los controles de seguridad y al llegar a la sala del vuelo, los pasajeros ya estaban de pie amontonados junto a la puerta de salida, mientras eran "informados" por una bella voz femenina que hablaba una mezcolanza incomprensible de algo que intentaba ser inglés con un fuerte acento hispánico y una inconfundible risa de choteo latino. Parecía la arrancada de una carrera maratónica y de momento me vi transportado a la Lista de Espera de una terminal de ómnibus cubana cuando el ómnibus está a punto de partir. La propietaria de la voz hispana, que no tardamos en bautizar como "Carmen" resultó ser de Islas Canarias, donde casualmente también se les llama "guaguas" a los autobuses. Utilizando la gran ventaja que le daba el micrófono sobre el bullicio que reinaba en el recinto, Carmen ordenó la subida de los pasajeros con niños y de los ancianos al avión, con prioridad en estos casos de tumultos incontrolables. Al sonar la voz de salida para la carrera de abordaje de nuestro "objeto volante aún no identificado", nos despedimos de Carmen. Mas ella nos explicó que en esta línea aérea, donde se ahorra por todos lados, el personal de tierra también hacía las funciones de aeromozas, así que nos veríamos en breve en la "guagua".

En los Vuelos de Bajo Costo no hay reservación individual de los asientos, ni tampoco se emplea un autobús para llevar a los pasajeros hasta la escalerilla y mucho menos se utilizan los caros "acordeones" que comunican directamente la cabina del avión con la sala del aeropuerto. Por eso cuando dieron el "disparo de arrancada", los pasajeros salimos corriendo en estampida por toda la pista del aeropuerto con un envidiable espíritu olímpico, para tratar de ocupar los mejores puestos (cualquier semejanza con la matazón de la ruta 164 en la Estación Central de Ferrocarriles de La Habana en las horas pico, es pura coincidencia). Pese a que en esta carrera de "300 metros con obstáculos", Alfonso y yo teníamos la desventaja de que traíamos nuestro pesado equipaje al retortero, tuvimos la suerte de apelar a nuestra picardía criolla (entrenados como estamos en estos menesteres) y subimos por la escalerilla trasera del avión, algo así como "montarnos en la guagua por detrás". Gracias a este ardid folklórico caribeño pudimos sentarnos juntos, si bien ya fue imposible coger ventanilla, pues un anciano con bastón (casi inválido, pero al parecer bastante ágil en situaciones extremas) ya había tomado posesión de la butaca junto a esos codiciados centímetros cuadrados de cristal que permitirían ver de vez en cuando el universo que rodearía nuestra "guagua celestial". Decididamente las Aerolíneas de Bajo Costo pueden desempeñar un papel muy positivo en la masividad del deporte en Europa entre las personas de la llamada tercera edad.

Toda aquella humanidad galopante penetró en pocos minutos, intrépida y ágilmente, en el pequeño avión. Cuando se acomodaron las manadas de pasajeros, colocamos por fin nuestro equipaje, generosamente distribuido por todos los compartimentos posibles e imposibles de la nave. El abordaje fue perfecto, y creo que les hubiese dado envidia a los más temerarios y aguerridos corsarios y piratas del Caribe, que evidentemente pudieron acumular mucha experiencia con fragatas y galeones antiguos; pero en materia de aeroplanos aún estaban en pañales.

Milagrosamente nadie tuvo que volar de pie, pues era lo único que faltaba para parecerse a una guagua cubana de verdad. El "guagüero", o capitán de la nave, nos dio las gracias por haber seleccionado su línea para volar (yo más bien diría que para echar una buena carrerita) y nos recomendó apretarnos los cinturones, cosa que ya habíamos hecho por iniciativa propia, pues el avión empezó a dar una bueras zarandadas. Despegamos sin penas ni glorias rumbo a las Islas Británicas, con ese cansancio rico que deja tras sí una buena tanda de ejercicios, salpicada además por el sabor de la aventura. Pensándolo bien, aquellos ejercicios "aeróbicos" eran una terapia muy estimulante.

"Tengo tremendo dolor de ovarios", fue el comentario a modo de saludo que nos dispensó Carmen al pasar por nuestro lado con el carrito de comidas y bebidas, vistiendo esta vez su atuendo de aeromoza. La comida no está incluida en los pasajes de bajo costo, mas los viajeros pueden comprarla (a alto costo) en la cabina del avión. En nuestro caso, ya llevábamos suficiente "refrigerante" y nuestra nueva "socia aérea" nos facilitó gratis vasos con hielo. Las ocurrencias de Carmen cumplieron perfectamente el rol de entretenimiento de a bordo, por lo que no extrañamos los pequeños televisores que habitan normalmente en este tipo de nave.

Aterrizamos entre carcajadas en el aeropuerto de London Stansted, también "muy céntrico" o "at the end of the world" como dijera un buen británico, pues queda a 60 kilómetros de la ciudad. Carmen "se tiró de la guagua andando" y le decía, en perfecto español, "silla" a los pasajeros a modo de despedida, en vez del consabido "see you" en inglés. Con nuestros bultos a rastras tomamos un tren, que luego de otra espera y 45 minutos de viaje nos devolvió al mundo civilizado. Por fin vimos la tierra prometida, al llegar cansados y contentos a la estación de Liverpool Street, en Londres.

Durante mi primer viaje a la capital británica, mi vista se concentró en los monumentos que la han hecho famosa mundialmente, como la torre del Big Ben, Saint Paul Cathedral, Westminster Abbey o Trafalgar Square. Ahora en un segundo vistazo, más reposado y familiar, resaltaban los detalles de otros edificios no tan notables; pero que le dan una atmósfera muy especial a la urbe. Ese magnetismo tan singular se hace más evidente precisamente cuando la ciudad descansa y el bullicio de sus habitantes, los típicos autobuses de dos pisos y la actividad comercial ya no atrapan los sentidos.

Esta vez pude conocer más a fondo los barrios elegantes de Londres, pues mi "campamento" estaba en el West End, donde se concentran muchos de los grandes hoteles, centros comerciales, monumentos arquitectónicos y majestosos edificios de una construcción neoclásica muy impresionante. Sobre todo, me conmovieron las edificaciones de la Regent Street, que parecen asistir todavía a un desfile de gala de principios del siglo XIX. Como estábamos a solo cinco minutos de Piccadilly Circus y la Oxford Street, salimos varias veces a caminar por las tiendas, digo "caminar" y no "comprar" porque los precios de la urbe más cara de Europa son impagables. Me pregunto cómo vivirá allí la gente que devenga un salario promedio más bajo que el de Alemania, pero debe afrontar precios entre tres y diez veces más altos que en el país germano.

Me gustaba mucho caminar despacio por el West End cuando la noche cubre la ciudad con su oscuro manto, y los comercios y oficinas cierran sus puertas, las calles se vacían y el intenso tráfico disminuye considerablemente. Entonces los mismos edificios, ya vistos durante el día, se iluminan para tomar una nueva dimensión muy especial al mostrar su elegante arquitectura en todo su esplendor. Fue cuando descubrí esta faceta inesperada de Londres, y la majestuosidad de sus calles señoriales dejó en mí una profunda impresión.

Tuve la suerte de volver a saborear el verdadero verano inglés y sudar a raudales con temperaturas de hasta 27 grados. Pude ver la urbe en su mejor etapa, la que se encargó de no dejarme dormir esos cuatro días. Como estábamos también cerca de Soho, el barrio cosmopolita de la capital, incursionábamos por las noches en la "night live" de la metrópoli inglesa y por el día fuimos a visitar algunos de los fabulosos museos que atesora la urbe.
Disfrutamos en especial las pinturas de la National Gallery, la cual contaba en 1824 con solo 38 cuadros y exhibe hoy más de 2 000 obras. Este edificio, que preside la conocida Trafalgar Square, no es tan grande como el Louvre parisino, más alberga una de las colecciones de arte europeo occidental más importantes del planeta. Allí se muestran, pinturas realmente impresionantes, organizadas en orden cronológico y por autores. ¡Al salir, dan ganas de regresar! Al igual que otros importantes museos de la ciudad más cara del Viejo Mundo, la entrada es gratis y el museo cubre sus gastos con las donaciones de los visitantes, del Club de Amigos de la Galería y de empresas patrocinadoras.

De forma similar se sustenta también la Tate Gallery o Tate Britain, la cual visitamos al día siguiente. Esta institución debe su nombre a Henry Tate, un acaudalado comerciante azucarero que en el siglo XIX financió "dulcemente" la construcción del edificio y empezó a comprar cuadros de los pintores británicos más destacados de su época, hasta llegar a formar una de las colecciones más importantes del país. En 1897 la exposición fue abierta al público mostrando pinturas inglesas desde el siglo XVI hasta finales del siglo XIX. En la actualidad también ofrece una muestra internacional de arte contemporáneo. El muestrario continuó creciendo y recientemente fue abierta la New Tate Gallery, la cual yo ya había visitado en mi primer viaje. Allí se exhibe arte contemporáneo en lo que otrora fue la Central Eléctrica del centro de Londres.


Quisimos también "hacerle la visita a la Reina" y ver una exposición en el Buckingham Palace (Palacio Real), donde se podía entrar hasta en los salones de protocolo reales, pero había más de 2 000 personas aguardando en los alrededores del palacio, y en esas condiciones de "recibimiento masivo" decidimos desistir de la empresa y darle un poco de tranquilidad a su majestad.
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Para el vuelo de regreso, tomamos de nuevo el tren, que nos trasladó a los exóticos parajes del aeropuerto de Stansted. Cuando nos acercamos, esta vez con antelación, a la puerta de salida, vimos que ya estaba abarrotada de pasajeros, aguardando desde hacía más de dos horas por el vuelo rumbo a Venecia. En la sala de espera imperaba de nuevo la impaciencia y la incertidumbre de una terminal de ómnibus cubana. Una atmósfera "religiosa" flotaba en el aire de aquel recinto casi eclesiástico, pues "solo Dios" sabía cuando saldría en avión, si es que salía. Cuando, por fin, la nave de Frankfurt asomó su nariz de metal en la pista del aeropuerto, fue desviado hacia Venecia por una de esas "decisiones celestiales" de la compañía. Creo que el Jefe de Tráfico de la aerolínea hizo muy bien en no hacer acto de presencia delante de nosotros, pues hubiera dado lugar al primer linchamiento en la historia de la aviación civil europea. A los "amables pasajeros" del vuelo a Frankfurt, nos mandaron para otra sala, donde tuvimos todo el tiempo del mundo para dedicarnos a la higiene mental y el instructivo pasatiempo de tratar de predecir el futuro, por lo que lamenté profundamente el no haber llevado conmigo una bola de cristal.

Por último, cuando el sueño y el cansancio ya habían empezado a lograr que sintiéramos las incómodas butacas de la sala de espera como mullidos colchones de plumas, anunciaron que nuestro vuelo saldría con "solo" dos horas de atraso. Esta vez, mejor entrenados en la lucha por la supervivencia, tuvimos más éxito en la carrera por los asientos. Quizás la debilidad y el abatimiento conspiraron contra la agilidad de los demás pasajeros a la hora del rápido abordaje; pero lo cierto es que volamos sentados junto a la ventanilla en la primera fila. El retrasado avión, en solo una hora, nos devolvió a nuestro "céntrico" aeropuerto de "Frankfurt-Hahn", perdido en medio de la geografía germana.

Entonces empezó otra carrera, no contra reloj, sino contra el sueño para llegar por fin a la ciudad (esta vez me refiero al Frankfurt "de verdad") antes que Alfonso, que iba al volante, se sintiera vencido por el cansancio. Como las carreteras del aeropuerto estaban desiertas, alejadas de todas las vías terrestres, fluviales, marítimas y ferrocarrileras del continente europeo, tuvimos por ello un regreso, si bien mucho más agotador, al menos mas rápido que la ida.

Regresé a Colonia, mi querida Ciudad de los Locos, al otro día. Muy temprano tomé el nuevo tren de ciencia-ficción ICE-3, que cubre los 250 kilómetros entre ambas ciudades en poco más de una hora. Reclinado en mi asiento, presa del cansancio, meditaba sobre un refrán criollo que enuncia: "Lo barato sale caro." Con esta "guagua de bajo costo" gastamos mucho más tiempo, dinero (y, sobre todo, nervios) que en un vuelo normal. Por eso, mientras casi "volaba" en el súper-expreso, a la fantástica velocidad de hasta 300 kilómetros por hora, llegué a una conclusión irrebatible: ¡La próxima vez, voy en tren a Londres!

Agosto 2002

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