¿Dónde queda la Ópera? ¿Dónde están los canguros?
Estas son las preguntas que se hace el viajero recién llegado, buscando los más conocidos atributos de este remoto país, que se hizo famoso en todo el orbe por las brillantes Olimpiadas de Sydney 2000, cuando los ojos de millones de espectadores de todo el planeta se dirigieron hacia esta casi olvidada zona del globo terráqueo.
Habíamos sobrevolado toda Australia, y desde el avión observé el árido centro del “Continente Rojo”, poco poblado y de escasa vegetación. En abierto contraste, Sydney se encuentra rodeada de bosques de eucaliptos que, vistos desde el aire, despiden destellos como verdes olas marinas. Aterrizamos cuando despertaba la urbe y, junto con ella, nos preparamos para un nuevo día.
CONCIERTO DE CONCHAS
Salimos en su búsqueda… y la Ópera no fue difícil de localizar. Ocupa una posición privilegiada y fácilmente visible dentro de la Bahía de Sydney. Sus enormes “carapachos” blancos, revestidos con millones de azulejos traídos desde Suecia, le sonríen al mar desde una diminuta península, que desde tiempos remotos era utilizada por los aborígenes australianos para realizar multitudinarios ritos con conchas y caracoles marinos. Lo que muchos de los miles de turistas que arriban a diario a la urbe no conocen, es que detrás de este edificio se esconde otra “ópera”, digna de ser representada en un escenario y tan fascinante como la excéntrica arquitectura que la ha hecho mundialmente famosa.
El lugar no siempre fue utilizado con propósitos tan sublimes. Durante el inicio de la conquista británica en Australia, cuando Sydney no era más que el destino final de convictos desterrados, el terreno sirvió como punto de desembarco de presidiarios y como corral de ganado, para convertirse en depósito de basura y luego pasar a ser parqueo de tranvías.
Pese a que desde la primera mitad del siglo xx se solicitaba la construcción de un centro de artes interpretativas a gran escala, no es hasta 1956 cuando el gobierno del estado de Nueva Gales del Sur (al cual pertenece Sydney) convoca a un concurso internacional, en el cual participaron 233 proyectos de 23 países. Luego de largas deliberaciones, es elegida en 1957 la propuesta del arquitecto danés Jörn Utzon, cuya maqueta original pude ver en uno de los salones inferiores del edificio. Me asombró mucho que el esbozo original resulta bastante diferente a la obra actual. En 1959 comienza la edificación de la ópera sin haber sido tomada una decisión final sobre el diseño de las cúpulas. Utzon soluciona en 1961 el problema, al crear todos los “cascarones” de la instalación como segmentos de una misma esfera.
La construcción se tornaba cada vez más compleja y costosa, pese a todas las innovaciones. Tras las elecciones de 1966, las discrepancias entre el nuevo gobierno y el arquitecto danés son tan grandes, que este último regresa a Europa. Las obras son retomadas por tres arquitectos australianos que le hacen varias modificaciones al proyecto inicial, pues se descubre que los cimientos originales no podían soportar el peso de la enorme estructura, por lo que hubo que dinamitar en parte la base de las columnas de concreto para fundirlas de nuevo. Todo esto hace que los costos de la obra exploten vertiginosamente, y para poder financiarla, se crea la Lotería de la Ópera. En realidad fue la ciudad de Sydney la que “se sacó la lotería”, pues posee hoy la joya arquitectónica más valiosa del quinto continente y una de las edificaciones más espectaculares del siglo xx.
Al visitar la magnífica instalación, supe que el proyecto se convirtió en un colosal “mamut constructivo”: en vez de siete millones de dólares australianos y cuatro años para su creación, necesitó 14 años con un costo total de más de 300 millones. Luego de múltiples esfuerzos e innumerables complicaciones, la National Opera House fue inaugurada finalmente el 20 de octubre de 1973, nada menos que por Su Majestad la Reina Isabel II de Gran Bretaña. El principal atractivo turístico de la ciudad alberga 5 teatros, donde no solo se dan funciones de ópera. Allí también se realizan programas de teatro, ballet, danza, jazz, conciertos, filmes, actividades al aire libre y se celebran fiestas para un total de más 3 000 eventos anuales. Esto aumenta la rentabilidad del complejo, que, pese a contar con cuatro millones de visitantes anuales, aún es subsidiado por el Estado.
Sólo un protagonista muy importante nunca ha visitado las representaciones que se ejecutan en la famosa edificación: el arquitecto Jörn Utzon. No ha querido ver la obra terminada, porque, luego de las modificaciones hechas, ya no la considera “su” proyecto. Todo parecía indicar que esta “ópera sobre la Ópera” no iba a tener un buen desenlace. Sin embargo, como sucede en el escenario, la historia puede llegar a un final feliz. En 1999, ya calmadas las desavenencias, aparecieron señales de reconciliación y el arquitecto danés aceptó un encargo para las directivas de diseño en las posibles remodelaciones posteriores del lugar…
Mientras continúan los debates, las bellas cúpulas del edificio, lejanas descendientes de las conchas marinas en los ritos aborígenes, siguen asombrando al mundo como elegantes testigos de las audacias de la arquitectura.
EL COLOSO DE LA BAHÍA
Muy cerca de “la Ópera más discutida del mundo”, se encuentra otra construcción de símbolos innegables de la ciudad: el Harbor Bridge. Este puente de dimensiones monumentales tiene 1 148 metros de largo, 134 de alto y 48,8 de ancho. Puede ser cruzado en auto, en tren y a pie. Actualmente, también se puede escalar por sus arcos, en un novedoso “alpinismo urbano” que atrae a miles de visitantes al año. Lo más interesante es que la función inicial de este gigante de acero y concreto no fue precisamente la comunicación entre las dos orillas de la bahía. En realidad, el fantástico proyecto es un “hijo de la necesidad”. Fue construido entre 1923 y 1932 para amortiguar el alto desempleo durante La Gran Depresión de los años 20, y en la obra encontraron trabajo miles de obreros, técnicos e ingenieros de todo el país.
Luego de subir unos 200 escalones, llegamos al interesante museo, que se encuentra en la cima de una de las cuatro torres del puente. Allí conocí mejor la historia de lo que es, sin duda, uno de los grandes logros de la ingeniería australiana, pues durante su construcción no se utilizó ningún pilar intermedio. Ante los ojos incrédulos de los espectadores, los 510 metros de espacio entre las bases de los arcos que sustentan toda la estructura, fueron cubiertos por piezas montadas desde ambas orillas para unirse en el centro del canal con una precisión de apenas unos centímetros. Esto constituyó una gran hazaña tecnológica en tan tempranos años del siglo xx. Sin embargo, debo admitir que lo que más me gustó del museo no tenía precisamente un carácter técnico. ¡Desde allí se divisa el mejor panorama de toda la bahía! Es fabuloso el admirar las incansables lanchas de pasajeros que cruzan las azules aguas de la ensenada en todas direcciones, los verdes parques que rodean el puerto y los rascacielos del centro financiero coronados por la Torre de TV de Sydney, la edificación más alta del continente. Comprendí en ese instante por qué todo el que visita la lejana ciudad, habla de Australia con un brillo tan especial en la mirada. Basta subir al puente para quedar enamorado para siempre de esta antigua colonia de presidiarios.
Como “contraparte subterránea” al coloso de la bahía, se construyó en 1992 el Harbor Tunel, otro espectacular viaducto de 2,3 km, que fluye paralelo al puente a 27 metros debajo de la superficie del agua. Este corredor subterráneo sí cumple una función netamente “comunicativa”, y enlaza de forma muy conveniente las autopistas del norte y el sur de la urbe.
¿Y los canguros?
Se pregunta aún el turista luego de sus primeras exploraciones. La respuesta es muy fácil: en el zoológico, donde también se puede disfrutar de una hermosa vista de la ensenada. Quien espere ver los endémicos animales “caminando por la calles” de la ciudad, se va a llevar una gran decepción. Mas, a modo de “compensación”, Sydney tiene muchas otras cosas que ofrecer.
LA METRÓPOLIS DEL FIN DEL MUNDO
Luego de conocer los más de 200 años de historia de la Colonia Penal en el Museum of Sydney o haber admirado los esqueletos de prehistóricos dinosaurios en el Museum of Australia, uno se puede tirar a descansar en la hierba del Hyde Park o en el antiguo Parque Botánico, los apacibles pulmones verdes en el centro de la villa. En el barrio chino se confunden turistas y emigrantes de la región bajo un mar de letreros en chino, japonés y otras lenguas asiáticas. Quizás allí es donde mejor se comprende que Australia es un país occidental dentro del mundo del lejano oriente.
Se puede pasear en el Monorraíl por el corazón de la ciudad para llegar al Darling Harbor, en el que los antiguos espigones del puerto han sido remodelados en funcionales complejos habitacionales y de recreación. Allí se encuentran, entre otros, varios centros comerciales, cines, salones de exposiciones, un excelente Acuario y el Museo Marítimo. Sustituyendo al viejo fondeadero, se construyó un nuevo y moderno puerto fuera del centro de la urbe.
La “ciudad de la primavera perenne”, con hermosas riberas bañadas por el Océano Pacífico, posee además un sinnúmero de playas favorecidas por el sol entre verdes colinas. La más conocida de ellas es Bondi Beach, de apenas 1,5 km de largo. Esta “Copacabana de Australia” es famosa por sus equipos de salvavidas que se adentran a remo limpio en el mar embravecido, y los suffers que gustan deslizarse en tabla sobre las crestas de las olas. Allí, al igual que en el resto de los balnearios de la metrópolis, se practican todo tipo de deportes náuticos, pues los australianos sienten una pasión especial por el ejercicio al aire libre.
Quizás sea porque los taxis que circulan por las avenidas están pintados de forma similar a los autos de la policía, el caso es que pude constatar un hecho muy curioso: pese a ser una antigua colonia de delincuentes, o acaso por eso, la criminalidad es asombrosamente baja. Sydney es más segura que muchas de las grandes urbes de Europa y los Estados Unidos. La “peligrosidad” radica en que la villa puede crear adicción. Al principio parece un lugar agradable para vacaciones, pero en un “amor a segunda vista” se convierte esta metrópolis limpia, variopinta, alegre y moderna en el lugar ideal para vivir. De hecho, conocí varios europeos que vendieron sus pertenencias, renunciaron a sus trabajos y vaciaron sus casas para mudarse a Australia. Creo que no sería mala idea que, al igual que en las cajetillas de cigarrillos se advierte sobre las consecuencias del fumar, en el pasaje de ida a la urbe se pegara una etiqueta con la inscripción: “¡Cuidado, esta ciudad puede crear hábito!”
No sé qué diría el capitán británico Arthur Philip, fundador de la colonia de convictos, si viera cómo junto a la hermosa bahía, obra maestra de la naturaleza, la mano del hombre ha creado hoy una floreciente metrópolis. Los bisnietos de los antiguos presidiarios han construido, con arduo trabajo, enormes esfuerzos e impresionante creatividad, la que es sin duda una de las urbes más seductoras del planeta.
Por eso no es raro que cuando el visitante pasa una temporada admirando los atractivos de la localidad, compartiendo la forma de vida tan abierta de sus cordiales y solícitos habitantes, se siente “en casa” más rápido. La pregunta que hace entonces el viajero no es precisamente turística:
¿Dónde se puede obtener la visa para vivir en Sydney?
Diciembre del 2002