Monday, August 11, 2003

LA MAMMA Y LOS MAMONI

— ¡Per favore, Signora!
El oficial, vistiendo un elegante traje azul oscuro, se apresuró en tenderle la mano a la dama que descendía los últimos peldaños. Amable y respetuoso, la ayudó a dar los primeros pasos en la recién pisada tierra italiana y la despidió con una afable sonrisa.

La socorrida "Signora" había cumplido recientemente sus 60 primaveras y, a modo de regalo de cumpleaños, yo la había invitado a un paseo por Europa, cuyo punto culminante sería, sin duda, la visita a la Ciudad Eterna. Llevaba del brazo a mi madre dentro del laberinto de pasillos del aeropuerto de Roma, donde habíamos acabado de aterrizar, y por doquier brotaban muestras espontáneas de cortés ayuda. Me impresionó y me agradó al mismo tiempo aquella solícita atención, lo que me hizo recordar las palabras de un amigo italiano:

"Detrás del político más importante y de cada chofer de taxi, de cada comisario y jefe de empresa, del mafioso más influyente y del más simple estudiante, siempre encontrarás en Italia un personaje todopoderoso, omnipresente y omnipotente. No se trata de Dios, aunque tengamos al Papa en el centro del país, sino de La Mamma. Ella es la que decide la vida y obra de la familia, la que determina qué pasta se va comer y qué ropa se va a usar, quién se va a visitar y en qué se va a trabajar. Es la dueña y señora de la felicidad hogareña en la Península de la Bota. Por eso no es exagerado decir que los italianos somos unos mammoni..."

¿Qué hubiera sido entonces del gran esplendor de Antiguo Imperio Romano, del poder creador del Renacimiento al final de la Italia medieval y de la indiscutible influencia mundial del Vaticano hoy en día sin el concurso de las Mammas italianas? Quizás un día se rescriba desde esa óptica la historia del pintoresco país, que almacena aproximadamente la mitad de las obras de arte de todo el orbe. Entonces sabremos quiénes fueron las verdaderas protagonistas de guerras y pactos, conquistas y reformas, fundaciones y aboliciones, disputas y acuerdos, durante casi tres milenios de civilización latina.

Mientras admirábamos los jardines del Vaticano desde la Catedral de San Pedro o las cúpulas de la Ciudad Eterna desde lo alto de la Colina del Capitolio, me preguntaba cuántas madres de arquitectos, obreros y constructores se encontraban detrás de las magníficas fachadas de los esplendorosos edificios a nuestro alrededor. Abarcando un amplio espectro histórico, se encontraban a nuestros pies desde anfiteatros y templos de la época de Julio César hasta modernos monumentos, pasando por obeliscos egipcios "trasplantados" por orden de los Papas, impresionantes iglesias medievales y palacios barrocos. Sin duda, han sido esas Mammas anónimas las que han trazado en realidad la cara de la ciudad y han hecho posible que "todos los caminos vayan a Roma" desde los tiempos inmemoriales en que se construyó la más famosa de las calles italianas: La Vía Apia Antica entre Roma y Capua cuyos primeros adoquines, alineados con singular esmero, datan del 312 a. n. e.

Por eso yo (que no soy italiano, pero sí me considero mammoni) me sentía a mis anchas en aquel paraíso de hijos respetuosos y solícitos que a cada paso le profesaban cortesías y favores a mi Mamma. Desde el portero del hotel hasta los custodios de seguridad del Vaticano, nos sorprendieron muchas veces durante nuestra visita a la ciudad con esa condescendencia tan especial para con la Signora, que nos permitió usar elevadores vedados al público común en los Museos Vaticanos, le posibilitó a mi madre acercarse a determinados rincones de la mundialmente famosa Catedral de San Pedro, y hasta descansar en lugares frescos y sombreados del Coliseo y del Forum Romano cuando los fuertes rayos de astro rey caían implacables y perpendiculares sobre las impresionantes ruinas de lo que fue, sin duda, uno de los magnos e influyentes imperios de la historia de la humanidad.

Pese a que la avalancha de turistas japoneses que circula a todas horas por las más impensables callejuelas y plazas de Roma los 365 días del año no entendían mucho de matriarcado ni de "favoritismos maternales", mi madre sencillamente tenía "vía preferencial" a lo largo de las calles y avenidas romanas. Poseía licencia para tirarse fotos en lugares desacostumbrados y facultad para pasearse a sus anchas bajo la luz de las estrellas, de nuestra luna y del planeta Marte, que, en feliz coincidencia, tomaba la distancia de acercamiento récord a la Tierra durante esos días y podía ser observado a simple vista en las despejadas noches del verano italiano. Se sentía respetada y honrada en su doble condición de Mamma y Signora mientras visitaba los museos, admiraba las obras de artes, rezaba en las iglesias o simplemente aplacaba su sed en una de las múltiples fuentes que, como traídas por "bendición celestial", despiden por doquier un chorro incansable de agua fría, cristalina... y sobre todo gratis, pues dentro de las virtudes de Roma no está precisamente el de ser una metrópolis barata.

Estas hermosas fuentes datan de la época en que por obra y gracia de los antiguos emperadores (o de sus mammas) fueron construidos los legendarios acueductos romanos, unos admirables colosos arquitectónicos que transportaban las nieves derretidas desde los montes Albanos y hacían fluir el helado líquido en el centro de la gran urbe, a despecho de las temperaturas ecuatoriales que reinan en Roma en agosto.

Más, no todo fue de color de rosa durante nuestra incursión en la "cuna del matriarcado". Confiado en lo "preferencial" de mi venerada acompañante, me descuidé en mis propias precauciones de seguridad. Una tarde me robaron mi billetera al abordar, con Mamma y todo, un bus junto a la Fuente de Trevis, lo que representa una irrefutable prueba que existe aún una porción de la población italiana que no comparte el "culto a la personalidad" de los mammoni. Por eso, es recomendable no dejarse llevar por el influjo latino y ser precavido en este tipo de travesías. Después de haber salido ileso de los "apagones' de La Habana Vieja, las noches polares en las plazas de Moscú, los laberintos del barrio malasio de Singapur, las madrugadas insomnes en las calles de Nueva York y hasta las comprometidas favelas de Río de Janeiro, vine a ser objeto de semejante delito en la cuna de la cultura occidental a plena luz del día.

Al principio, una mezcla de resentimiento, molestia e impotencia se apoderó de mí, mas luego llegué a una conclusión muy simple: era solo dinero lo que me habían robado. Tenía todavía lo más importante: salud, miles de rincones por descubrir de la Ciudad Eterna y, sobre todo, la Mamma a mi lado. Por eso seguimos nuestro peregrinaje por la milenaria urbe y escrutamos juntos los pintorescos paisajes de la Piaza del Popolo, admiramos la belleza neoclásica del Altar de la Patria, paseamos por la Plaza España con su bella escalinata y la Iglesia de la Trinidad, tomamos helados en la Piaza Navoa, y hasta hicimos un periplo hasta La Boca de la Verdad y la seductora Ínsula Tiberina. En la diminuta isla dentro del río Tíber nos divertimos de lo lindo mi madre y yo, sin otro entretenimiento que el de nuestra mutua compañía y sin otra protección (¿que más nos podían ya robar?) que el ardiente sol mañanero. Fue ese uno de esos momentos mágicos en nuestra vida que nos hacen olvidar las penurias sufridas y los sacrificios pasados, pues pasan directamente a formar parte de los recuerdos que quedan guardados para siempre en el inmenso e invisible baúl de nuestra memoria. Una vez más la Mamma me deslumbraba con su ocurrente sentido del humor y su inagotable alegría de vivir.

Cuando un niño es pequeñito, para él lógicamente su madre es la mujer más linda del mundo y todos los tesoros de este planeta le parecen insuficientes para ella. Esto es una etapa normal en la psicología infantil y creo que por ese periodo pasan todos los seres humanos "normales". Mas este proceso es distinto en los italianos, sobre todo si son mamoni. Entonces, esa idolatría va in crecendo a lo largo de la vida y ese velo de color de rosa no deja ver de frente a la realidad, lo que ya cae en el campo de las "adoraciones patológicas". ¿Será que todos somos un poquito italianos o es que los latinos tenemos un pedacito de mammoni dentro de cada uno de nosotros? Por eso he pensado seriamente en ir al psicoanalista para que analice mi enfermedad, pues aunque pronto peine canas, tengo que admitir que mi Mamma sigue siendo para mí la madre más linda del mundo.

Agosto del 2003