Monday, November 10, 2003

EL ORO DE LOS NUEVOS FARAONES

Todos los metales poseen ese brillo tan característico que refleja la luz que incide sobre ellos. Sin embargo, de todos los conocidos hasta hoy, solo dos poseen color propio en estado puro: el oro y el cobre. A diferencia de este último, el oro ostenta un resplandor seductor y la inusitada propiedad química de ser indiferente a la corrosión. Es un material muy dúctil y estable, que puede llevarse sobre la piel sin reaccionar al sudor humano, lo que le concede un gran valor en la joyería.

No es de extrañar entonces, que ya desde las remotas dinastías del antiguo Egipto, fuera un metal muy codiciado. Con oro se decoraba no solamente la vestimenta de los nobles y poderosos, sino también las tumbas de los soberanos, con el fin de prepararlos para su vida en el “más allá” con numerosas y valiosas prendas. En una civilización dominada por la creencia de una vida después de la muerte, los sarcófagos desempeñaban un papel primordial, por lo que durante siglos las arenas del desierto se han tragado miles de kilogramos de admirables joyas y adornos dorados. Estos tesoros, enterrados con innumerables momias llenas de leyendas, inexplicables enigmas, grandes “secretos” y acertijos insolubles, envuelven en una atmósfera “áurea” de curiosidad y misterio todo lo referente a los faraones desde tiempos inmemoriales.

En nuestros días, si bien el oro ya no es el indicador primordial para medir la riqueza humana, no ha perdido su atractivo, y su comercio se amplia y ramifica por todo el orbe. El enigmático brillo sigue seduciendo a millones de personas en todo el planeta como símbolo de dinero, fortuna y bienestar. También ahora en las arenas del desierto, ya no a orillas del Nilo, sino junto al Golfo Pérsico, se encuentra uno de los puntos “dorados” más importantes del mundo.

Por eso al visitar Dubai, el pequeño y rico país de la Península Arábiga, tenía mucho interés en conocer dos zocos (bazares) muy famosos: el de las especias y el del oro. Ambos son frecuentados a partir de la caída del sol, pues durante el día los implacables rayos del Ra, el dorado dios solar de los egipcios, hacen imposible el comercio en el desierto. Estos mercados son atractivos no solo por sus tiendas, sino también por sus paisajes con misteriosas callejuelas muy angostas, que han sobrevivido la intensa construcción en estos últimos años en la pujante urbe.

Llegamos a esta zona de la ciudad atravesando el Creek, un canal de agua salada semejante a un río que corta a Dubai en dos mitades. Las tradicionales barcazas de madera propulsadas por arcaicos motores se desplazan burbujeantes y ruidosas por las tranquilas aguas para conectar ambas orillas del Emirato mediante paseos originales, casi idílicos, que no por cortos dejan de llevar un sabor de aventuras a sus pasajeros. Estas embarcaciones son algo así como la versión árabe de la costumbrista “Lanchita de Regla”, que mágicamente se sigue deslizando, contra viento y marea, en una trayectoria parecida en la Bahía de La Habana.

La presencia del primero de estos barrios comerciales, el Zoco de las Especias, se descubre muy fácilmente, pues es delatada por el aire cálido de la noche, cargado de exóticas esencias y disímiles perfumes que han hecho tan famoso al Oriente Medio. Aquí se pueden sentir la atmósfera y el aroma del pasado, entre bolsas de hierbas, inciensos, paquetes de té, pétalos de rosas y productos medicinales tradicionales. A lo largo de serpenteantes callejones se amontonan cajas, canastas, sacos, y hasta barriles de clavo, canela, tabacos, pimienta, aceites y maderos olorosos, bálsamos, vainilla, colorantes, flores disecadas y hojas bienolientes de impensables plantas aromáticas, capaces de llenar las fantasías del sultán más exigente de Las mil y una noches.

Sin embargo, el Zoco del Oro sobrepasó todas mis expectativas. En este barrio las casas están tapizadas de vidrieras donde se enganchan “por racimos” las más disímiles alhajas en una cantidad imponente. Bajo arcos de madera labrada cuelgan cadenas, pulseras, anillos, brazaletes y argollas del precioso metal, que semejan ristras de embutidos guindando en una carnicería. Las tiendas están colmadas de joyas doradas, con los precios más bajos del mundo, pues las prendas se venden teniendo en cuenta solo su “peso en oro” y no el valor artístico de estas verdaderas obras maestras de la orfebrería. El mercado es muy visitado hasta bien entrada la noche, para gran beneplácito de los vendedores y alegría de las muchas clientas árabes, que bajo sus velos blancos y negros tienen el singular hobby de coleccionar prendas. Parece que para las dubaianas, este es el mayor de los placeres terrenales (al menos aparentemente), lo que provoca grandes estragos en los bolsillos de sus esposos. Mas allí “no todo lo que brilla es oro”…, también puede ser platino, metales exóticos y todo un arco iris de piedras preciosas que incluye rubíes, topacios, esmeraldas, zafiros y por supuesto diamantes. Y para el que aún quede insatisfecho con toda esta explosión de centelleos, existe además el Zoco de la Plata, con su no menos abrumadora oferta que también incluye minerales raros, vasijas y cubiertos plateados.

En el camino de regreso observé los modernos contornos de esta enigmática metrópolis, donde junto al pasado de los tradicionales zocos del oro, las especias y la plata, se extiende el presente de los ultramodernos y gigantescos shopping malls. Tan arraigado está el consumismo en este nuevo imperio mercantil, que existen tres festivales de compras por año, por lo que algunos han rebautizado irónicamente a este Emirato de Bolsillo con la frase en inglés Do buy. Mientras los viejos pescadores continúan vendiendo abundante pescado fresco en sus veteranas barcas de madera, crece incontenible la sofisticada urbe de los helipuertos, los rascacielos y los estilizados yates de lujo anclados en las playas saturadas de palmeras. La riqueza del nuevo Emirato Árabe, lograda gracias al “Oro Negro” exportado en las últimas décadas, ha transformado al pequeño emirato en un centro comercial internacional que alcanza insospechadas dimensiones. Dubai ofrece parques, costa, gran diversión, y es un paraíso de seis estrellas para los que les gusta consumir, siempre y cuando tengan suficientes dirhams en el bolsillo. Las tradicionales carpas de los beduinos han sido sustituidas por los palacetes gemelos que se agrupan en las orillas de la carretera, que indican al paseante que en ellos viven las múltiples esposas de algún jeque local. Ya en nuestro confortable hotel, nos sentamos en las butacas, junto a la piscina del tope del edificio, a descansar del largo paseo y a disfrutar del fresco nocturno. El nuevo símbolo de Dubai, la atrevida vela blanca de concreto del hotel Burj Al Arab, resaltaba iluminada dentro del hermoso panorama que se extendía a nuestro alrededor, mientras a decenas de metros bajo mis pies las luces de neón alumbraban la noche de la ciudad. El fascinante calidoscopio de contrastes guarda la imagen de los ricos países petroleros árabes: limpios, seguros, ordenados y muy lujosos. Solo que en este caso particular el comercio, la banca y el turismo se han convertido en importantes fuentes de ingreso. Los nuevos faraones del desierto, en la mejor tradición de los viejos sultanes, no están dispuestos a prescindir de ninguna de las comodidades ni de los esplendores de la vida terrenal.

Al otro día por la mañana, nuestra moderna “alfombra voladora” arrancó del suntuoso aeropuerto de Dubai rumbo a Australia. Comenzaba la segunda etapa del “Plan Canguro”, un singular viaje por tres mundos. Mientras despegábamos, se aglomeraban en mi mente los muchos momentos vividos en el pequeño país, tantos que me parecía que había estado en Dubai no dos, sino 2002 noches. Al mirar por la ventanilla del avión, miles de destellos luminosos herían mis pupilas, pero ya no se trataba del oro de los nuevos faraones desde el dorado Zoco. Eras las intranquilas olas azules del Golfo Pérsico en su incansable trotar frente a las arenas del desierto.

Noviembre del 2003