Sunday, April 09, 2006

EL CABALLITO DE CRISTAL

El hombre enciende el cigarro, se lo lleva a la boca, le da una chupada con devoción y lo deposita con sumo cuidado en el borde de la mesa. Tiene las manos curtidas por los largos años de trabajo, la cara iluminada por la llama del horno, y la piel llena de las arrugas que otorgan la experiencia y la rutina.

Toma una vara hueca de acero y la mete en el horno, donde flota una mezcla resplandeciente. Extrae del nido inflamado una amalgama viscosa pegada a la punta. Le va dando vueltas para que la masa incandescente no se caiga, mientras chupa nuevamente el cigarro con la otra mano. Sopla el tubo con destreza y aparece una burbuja redonda dentro del vidrio que él va alargando con una pinza y le da forma hasta convertirlo en lo que sería un frasco de perfume. Dos pellizcos más a la masa y nacen las asas. Un corte de tenazas y la botella ya está en pie. El cigarro aún no está consumido y sigue enviando al espacio su estela de humo.

El fumador aspira otra bocanada y vuelve a sacar otra muestra; aunque esta vez no sopla el vidrio. Primero acerca la bola incandescente a una bandeja donde está esparcido un polvo blanco, que enseguida se adhiere al cristal líquido. Entonces mete la amalgama breves momentos en el horno y cuando la saca, la masa deforme contiene vetas blancas. Regresa al cigarro, su eterno compañero, y con él en la boca aprieta la punta de la mezcla viscosa con una tenaza ligera. En unos segundos surge algo parecido a la cabeza de un caballo a golpe de hábiles toques de pinza. Unos pliegues, y aparece la cresta, luego otro pellizco y sale una pata, otra, una tercera y la cuarta. Un tirón de la barra del vidrio, ligeros cortes y ya está lista una seductora cola de hilachas blancas. Toda la operación ha durado apenas unos segundos. El acto ocurre tan rápido que no puedo darle crédito a mis ojos. Los dedos arrugados son más ágiles que mi vista y no logro fijar cómo el artesano pudo hacer esas complicadas maniobras con el cristal ardiente. Para algunos, el hombre del cigarro en la boca es un viejo forjador, para otros, un gran maestro vidriero, para mí es sencillamente un mago, un virtuoso prestidigitador del cristal. El caballito de cristal, aún tibio, descansa sobre la mesa y me parece que el recién nacido me hace un guiño de burla ante mi torpeza de visitante novato. En lo que nuestra improvisada acompañante termina su explicación sobre el nuevo objeto, el hombre lo traslada sin formalidades a una caja con sus compañeros, otros animales moldeados ese mismo día. Todavía incrédulo observo al corcel en su nueva morada, mientras el artífice le da una última chupada a su cigarro, lo apaga y deja la colilla en un cenicero.

Estamos en uno de los talleres donde se fabrica el mundialmente conocido cristal de Murano. La isla que le da el nombre al conocido producto en realidad está formada por siete islotes, comunicados entre sí por canales y puentes, y se encuentra en la Laguna de Venecia a escasos dos kilómetros de una de las ciudades mas románticas del planeta. En la Edad Media, cuando muchas de las casas de Venecia aún eran de madera, los maestros vidrieros fueron concentrados en Murano para evitar incendios en la ciudad. Así surgió una larga tradición en la industria del cristal que sigue viva en nuestros días. Pese a todos los adelantos del mundo moderno, aquí las cosas tienen su ritmo propio y los relojes se mueven en otra dimensión. Al igual que hace seis siglos, los secretos del oficio se transmiten de padres a hijos, que cada familia guarda con celo y los aplica en su propia producción.

Entre todos, los artistas de Murano le siguen haciendo la competencia a su más enconado rival que varias veces estuvo a punto de ganarles la partida: el archiconocido cristal de Bohemia. Quizás sea esta controversia centenaria la que sigue avivando la llama de los hornos donde a diario ven la luz nuevas obras de arte. Plenos de orgullo y concientes de su legado, los artesanos enfrentan un trabajo duro y muy dañino para la salud. Durante el proceso de soplado, los vidrieros inhalan gases venenosos que emanan de los minerales empleados para hacer las mezclas que se llevan al horno. Por eso esta labor es realizada solamente por hombres, que se retiran luego de unos 25 años de trabajo. A las mujeres les está vedado el oficio, pues les puede invalidar el embarazo.

Abandonamos el mundo del cristal de Murano y ponemos proa a Venecia, la isla dueña de los océanos durante siglos, la que acopió en sus muros todos los tesoros del mundo conocido hasta entonces y creó tantas obras de arte que siguen deslumbrando a los viajeros modernos. Desde la época de Marco Polo (quizás el trotamundos más famoso de todos los tiempos, quien trajo la pólvora, las pastas y la seda a Italia), esta Atlantis medieval no ha perdido ni un ápice de su fascinación.

Es mucho lo que se ha escrito y se seguirá escribiendo sobre la Reina del

Adriático, pero las letras no pueden abarcar todo el abanico de sensaciones que despierta en cada visitante esta versión medieval de la Atlántida. Ha habido y habrá muchas Venecias. Para cada visitante ese encaje de canales, góndolas, palacios, puentes y cúpulas guarda una cara que se va intercambiando como las tradicionales mascaras del carnaval. A veces es la población gris de los días de invierno, otras, el alegre bullicio del carnaval de Tratorias repletas y tumultos jubilosos; luego, la quietud triste del Aqua Alta con la Plaza de San Marcos y los cimientos de los palacios robados por las olas, y notros días, la brillantez de aguas azules salpicadas por el sol de primavera que pudimos disfrutar durante nuestra visita. Cada viajero se lleva a casa su mochila con los recuerdos de lo que pudo conocer, experimentar y descubrir.

Regresamos al otro día y nuestro barco recorre los cuatro kilómetros del Canal Grande, la arteria principal de la ciudad. Cruzamos bajo el mundialmente célebre Puente de Rialto y seguimos en dirección al Piazzale Roma. Detrás queda la Plaza de San Marcos y la estatua del león alado mirando al horizonte desde lo alto de su columna, los bajorrelieves del Palacio Ducal, los atardeceres escarlatas sobre las cúpulas de bellas iglesias y la increíble Basílica de San Marcos, con sus bóvedas enchapadas en oro. Decimos adiós a la Torre de la Campanile, desde donde se divisa el panorama de la villa y el lujoso café Florian, en el cual todo es bello menos la cuenta, pues allí un tomar un café cuesta lo mismo que una cena en un restaurante normal.

Desembarcamos al final del Canal Grande y el reflejo de las aguas hiere mis ojos. El astro rey lanza sus rayos primaverales sobre toda Venecia y entre las chispas de sol, que resbalan por la superficie del líquido, creo ver jugueteando a un travieso caballito de cristal.

Marzo 2006